Hace frío, mucho frío. La escarcha del alba se adueña del
adoquinado y avanza por las paredes de los viejos edificios. Hoy ha amanecido
tarde, y una densa neblina gris se cierne sobre la ciudad, cubriendo con su
mortecino manto todo cuanto la vista alcanza. En mañanas como estas, uno casi
llega a sospechar que la noche ha vencido al día.
El suelo esta resbaladizo por el hielo y, al caminar, mis
huellas van quebrando los helados cristales. Del mismo modo, reflexiono
melancólico, los años han ido fragmentando mis más tempranas ilusiones. A lo
lejos, en el horizonte, el sol naciente promete con languidez aquello que no
logra cumplir y, mientras tanto, las gotas plomizas de la niebla siguen
empañando la luz de los faroles.
El sonido de la estación se convierte en algo inconfundible,
sin importar que aun sea de madrugada, y logra –por un instante- vencer a mi
nostalgia sempiterna. Las sirenas de los trenes hacen eco en los gastados
ladrillos y los durmientes cantan, a coro con las vías, su rutinaria
tonadilla.
Sin embargo hay otro sonido que se eleva por sobre los
quejidos de las máquinas. Una cadencia más intimista, más personal; el rumor de
mil y un recuerdos siendo asesinados tras la garita de las esperanzas. Es el
bullicio de las idas y las llegadas, los abrazos y el llanto de las despedidas,
los besos y las sonrisas de los regresos. Es el rumor de aquellos solemnes
juramento que jamás habrán de cumplirse; el tañido etéreo de las lágrimas de
quienes aún esperan. Es la algarabía que provocan las llamadas a embarques y
desembarques. Es el susurro de los que sueñan con cien mundos nuevos, pero
también el silencio de los que sólo quieren retornar. Es, en definitiva, el
ruido más humano de todos: el sonido de la gente que viene y la gente que va.
Me entretengo un instante observando sus rostros, sus
alegrías y sus tristezas. Quién sabe que secretas ilusiones guarda cada uno de
ellos, que oscuros secretos, que sórdidas emociones.
Algunos, de seguro, habrán de tener un hogar en algún sitio,
una bella mujercita esperando su regreso y varios críos que festejen su
llegada. Un lecho, algunos libros, pantuflas y tazas de cafés acompañando sus
mañanas. Estos, la gran mayoría, son los que se sonríen al saber que, sin
importar lo que pase, su vida marcha según el plan que se han trazado.
Otros, en cambio, jamás serán bienvenidos en ningún sitio y
ninguna ciudad podrán reclamar como suya. Nada les pertenece y nadie llora sus
ausencias; sus vidas y muertes a todos les son desconocidas, y nunca habrá
flores decorando las lápidas anónimas donde algún día tendrán que reposar. Son
los menos, es cierto, pero quién puede determinar si su destino es o no más
oscuro que los anteriores. A estos –los soñadores, vagabundos, errantes y
vencidos- los delatan sus rostros cansados y las arrugas de quien ya no se
atreve a sonreír. Pero en sus miradas derrotadas aun brilla la sombra de la
ambición que los lanzó a recorrer el mundo y, cuando parten los vagones, una
fugaz chispa de recuerdo se enciende en sus ojos. Con ellos comparto la íntima
simpatía de los náufragos que se hunden juntos.
“Siempre nos quedará Paris”, pensaba antes, ahora sé bien
que el olvido es el único destino al que puedo aspirar.
Mi mirada se pierde por las paredes de la estación. Sus
carcomidas columnas son mudas testigos de los sentimientos que se entremezclan
en el ambiente gélido. Anónimas espectadoras de la alegrías que brotan al
reconocer una cara de antaño; de las manos levantadas en un adiós con fecha de
caducidad demasiado lejana; de algunas miradas que se pierden en el suelo,
vacías de cualquier esperanza; de la tristeza que flota en el aire producto de
la melancolía de las ausencias venideras.
El trasiego y las prisas de los pasajeros rezagados
contrasta con la parsimonia y el sosiego de los viejos viajeros, cuyas livianas
maletas de piel y cuero van repletas de recuerdos y olvidos, de momentos
vividos e instantes perdidos en la memoria, que ocupan poco, y pesan menos.
Cruzo algunas miradas. Brillantes unas, jóvenes y
entusiastas. Resecas las otras, ausentes y vencidas, esperando quien sabe a qué
como anónimas Penélopes que aun no han aprendido a resignarse. Todas parecen
querer decirme algo, prevenirme, advertirme; pero ya es demasiado tarde. Jamás
me sentó bien el papel de Rick Blaine y ella, por su parte, siempre soñó con
disfrazarse de Ilsa Llund...
La última llamada del tren se hace oír en la mañana, y busco
en los bolsillos la razón de mi partida.
La encuentro en un banco, abrazada. En una fría despedida
repetida. Al cerrar mis ojos la veo en las lágrimas. En palabras no
pronunciadas, ni escritas. En mi más roído interior. La distingo, sobre todo,
en su recuerdo difuso. En los besos que jamás nos dimos. En las promesas que
nunca se cumplieron. En las secretas esperanzas que acabaron agonizando sobre
el pavimento de lo imposible.
El tren de la última oportunidad pasa de largo, sin parada
en la estación fantasma del fracaso, y no alcanzo a subirme. El humo negro de
su caldera se aleja por la niebla, mientras en el andén sólo yo sigo esperando
con un billete cuyo destino incierto.
Recuerdo otra mañana, otra partida, otro convoy en el que sí
supe subirme. Y ahora, parado solo en una estación abandonada que llora de
frío, descubro que ya no recuerdo los cuándo ni los por qué. Ignoro el motivo
que llevo a aquel tren, tan sólido en apariencia, a descarrillar en el valle de
la derrota, llevándose consigo todas mis quimeras. No puedo precisar qué fue lo
que lo llevo a fenecer para siempre, con el chirriar de los frenos como último
suspiro, dejando esparcidas -en las vías oxidadas- ilusiones marchitas y
proyectos truncados, huidas sin rumbo y maletas de cuero; abiertas algunas,
desgajadas las otras.
La niebla se hace más densa y no hay nadie cerca para
observar mis lágrimas. Estoy solo, debo aceptarlo, solo y vencido por el paso
de los años, y en mi mano -como siempre- languidecen los ticket de vuelta.
En algún sitio lejano Scherezada se despereza sensual y
comienza una nueva historia que, como siempre, no habrá de incluirme y, entre
tanto, me van consumiendo las memorias. Nostalgias de unos labios que jamás
serán míos. Recuerdos de las esperanzas que ha consumido el tiempo. Certezas de
una vida que nada ha valido. Añoranza de una sonrisa que nunca brilló para mí.
Boletos de un viaje sin retorno al país de Nunca Jamás…
"En mañanas como estas, uno casi llega a sospechar que la noche ha vencido al día".
ResponderEliminarOdio el invierno y a veces tengo esa sensación, que el frío congela sueños e ilusiones, que marchita esperanzas. Por suerte siempre llega el deshielo...
Petons
No se como llegue acá pero me has echo vivir a tu lado tu texto increíble, te sigo
ResponderEliminarPor alguna razón, el andén es escenario inspirador para aquellos que soñamos con los ojos abiertos, es quizás uno de los lugares donde más se puede llegar a sentir esa esencia humana que tristemente parece que muchos dejaron olvidada. Es el lugar perfecto para mirar a través de los ojos de aquel que se cruza con nosotros, y no hablo de los de su rostro, sino los de su alma. Al igual que tú, muchas veces intento imaginar como serán sus vidas, quién les esperará y quién regresará a su soledad, como dije una vez en uno de mis post, me alimento de ese sentir que nos lleva al conocimiento o al sentido de la vida.
ResponderEliminarHe de decir, que me enorgullece saber de tu existencia y tus letras, pues ellas son la prueba y la razón que me incita a no perder la esperanza, que aun a pesar de que el mundo parece caer en un abismo, siempre habrán mentes y corazones por los que valdrá la pena luchar, para conseguir un mundo mejor, por tópico que parezca…
Será mi día que es inspirador y nostálgico, será que se respira un nuevo comienzo de estación invernal, o sencillamente, tus palabras, que llegan…
Un abrazo amigo, un bonito e intenso placer haberte visitado…
Muackss!!
Luciérnagas: Yo, por lo contrario, odio el verano y prefiero el invierno. Quizás tenga que ver con mi melancolía sempiterna. Pero, sin embargo, comprendo lo que dices. Muchas gracias por pasartepor aquí.
ResponderEliminarEmanuel: Esa es la magia del cyberespacio. Muchísimas gracias por tus palabras, me han alegrado la tarde. Ya me pasaré por tu blog.
Ginebra: Como siempre tus comentarios son dignos de un marco. Me encanta leerte por aquí. Muchas gracias por tan dulces palabras.
Muy bueno, Fernando. Sin duda, un texto con una historia de las "tuyas", sólida y rica en matices, desbordando sensibilidad por los cuatro costados. No voy a detenerme en aspectos técnicos, aunque algo he visto por ahí... ;) Lo que sí quería comentarte es que esta historia tuya me ha hecho recordar una película antigua preciosa, "Breve encuentro" (Brief encounter), de David Lean. Es de 1945 y creo que casa perfectamente con el ambiente que has recreado en tu relato.
ResponderEliminarUn saludo.
Como siempre tus historias dicen mucho con poca historia y todo gracias a la forma en la que lo dices. Cada palabra aquí presente irradia esa melancolía tan propia de tus escritos.
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