lunes, 6 de agosto de 2012

Melancolía en el andén


Hace frío, mucho frío. La escarcha del alba se adueña del adoquinado y avanza por las paredes de los viejos edificios. Hoy ha amanecido tarde, y una densa neblina gris se cierne sobre la ciudad, cubriendo con su mortecino manto todo cuanto la vista alcanza. En mañanas como estas, uno casi llega a sospechar que la noche ha vencido al día.

El suelo esta resbaladizo por el hielo y, al caminar, mis huellas van quebrando los helados cristales. Del mismo modo, reflexiono melancólico, los años han ido fragmentando mis más tempranas ilusiones. A lo lejos, en el horizonte, el sol naciente promete con languidez aquello que no logra cumplir y, mientras tanto, las gotas plomizas de la niebla siguen empañando la luz de los faroles.

El sonido de la estación se convierte en algo inconfundible, sin importar que aun sea de madrugada, y logra –por un instante- vencer a mi nostalgia sempiterna. Las sirenas de los trenes hacen eco en los gastados ladrillos y los durmientes cantan, a coro con las vías, su rutinaria tonadilla. 

Sin embargo hay otro sonido que se eleva por sobre los quejidos de las máquinas. Una cadencia más intimista, más personal; el rumor de mil y un recuerdos siendo asesinados tras la garita de las esperanzas. Es el bullicio de las idas y las llegadas, los abrazos y el llanto de las despedidas, los besos y las sonrisas de los regresos. Es el rumor de aquellos solemnes juramento que jamás habrán de cumplirse; el tañido etéreo de las lágrimas de quienes aún esperan. Es la algarabía que provocan las llamadas a embarques y desembarques. Es el susurro de los que sueñan con cien mundos nuevos, pero también el silencio de los que sólo quieren retornar. Es, en definitiva, el ruido más humano de todos: el sonido de la gente que viene y la gente que va.

Me entretengo un instante observando sus rostros, sus alegrías y sus tristezas. Quién sabe que secretas ilusiones guarda cada uno de ellos, que oscuros secretos, que sórdidas emociones. 

Algunos, de seguro, habrán de tener un hogar en algún sitio, una bella mujercita esperando su regreso y varios críos que festejen su llegada. Un lecho, algunos libros, pantuflas y tazas de cafés acompañando sus mañanas. Estos, la gran mayoría, son los que se sonríen al saber que, sin importar lo que pase, su vida marcha según el plan que se han trazado. 

Otros, en cambio, jamás serán bienvenidos en ningún sitio y ninguna ciudad podrán reclamar como suya. Nada les pertenece y nadie llora sus ausencias; sus vidas y muertes a todos les son desconocidas, y nunca habrá flores decorando las lápidas anónimas donde algún día tendrán que reposar. Son los menos, es cierto, pero quién puede determinar si su destino es o no más oscuro que los anteriores. A estos –los soñadores, vagabundos, errantes y vencidos- los delatan sus rostros cansados y las arrugas de quien ya no se atreve a sonreír. Pero en sus miradas derrotadas aun brilla la sombra de la ambición que los lanzó a recorrer el mundo y, cuando parten los vagones, una fugaz chispa de recuerdo se enciende en sus ojos. Con ellos comparto la íntima simpatía de los náufragos que se hunden juntos.

“Siempre nos quedará Paris”, pensaba antes, ahora sé bien que el olvido es el único destino al que puedo aspirar. 

Mi mirada se pierde por las paredes de la estación. Sus carcomidas columnas son mudas testigos de los sentimientos que se entremezclan en el ambiente gélido. Anónimas espectadoras de la alegrías que brotan al reconocer una cara de antaño; de las manos levantadas en un adiós con fecha de caducidad demasiado lejana; de algunas miradas que se pierden en el suelo, vacías de cualquier esperanza; de la tristeza que flota en el aire producto de la melancolía de las ausencias venideras.

El trasiego y las prisas de los pasajeros rezagados contrasta con la parsimonia y el sosiego de los viejos viajeros, cuyas livianas maletas de piel y cuero van repletas de recuerdos y olvidos, de momentos vividos e instantes perdidos en la memoria, que ocupan poco, y pesan menos.

Cruzo algunas miradas. Brillantes unas, jóvenes y entusiastas. Resecas las otras, ausentes y vencidas, esperando quien sabe a qué como anónimas Penélopes que aun no han aprendido a resignarse. Todas parecen querer decirme algo, prevenirme, advertirme; pero ya es demasiado tarde. Jamás me sentó bien el papel de Rick Blaine y ella, por su parte, siempre soñó con disfrazarse de Ilsa Llund...

La última llamada del tren se hace oír en la mañana, y busco en los bolsillos la razón de mi partida.

La encuentro en un banco, abrazada. En una fría despedida repetida. Al cerrar mis ojos la veo en las lágrimas. En palabras no pronunciadas, ni escritas. En mi más roído interior. La distingo, sobre todo, en su recuerdo difuso. En los besos que jamás nos dimos. En las promesas que nunca se cumplieron. En las secretas esperanzas que acabaron agonizando sobre el pavimento de lo imposible.

El tren de la última oportunidad pasa de largo, sin parada en la estación fantasma del fracaso, y no alcanzo a subirme. El humo negro de su caldera se aleja por la niebla, mientras en el andén sólo yo sigo esperando con un billete cuyo destino incierto.

Recuerdo otra mañana, otra partida, otro convoy en el que sí supe subirme. Y ahora, parado solo en una estación abandonada que llora de frío, descubro que ya no recuerdo los cuándo ni los por qué. Ignoro el motivo que llevo a aquel tren, tan sólido en apariencia, a descarrillar en el valle de la derrota, llevándose consigo todas mis quimeras. No puedo precisar qué fue lo que lo llevo a fenecer para siempre, con el chirriar de los frenos como último suspiro, dejando esparcidas -en las vías oxidadas- ilusiones marchitas y proyectos truncados, huidas sin rumbo y maletas de cuero; abiertas algunas, desgajadas las otras.

La niebla se hace más densa y no hay nadie cerca para observar mis lágrimas. Estoy solo, debo aceptarlo, solo y vencido por el paso de los años, y en mi mano -como siempre- languidecen los ticket de vuelta.

En algún sitio lejano Scherezada se despereza sensual y comienza una nueva historia que, como siempre, no habrá de incluirme y, entre tanto, me van consumiendo las memorias. Nostalgias de unos labios que jamás serán míos. Recuerdos de las esperanzas que ha consumido el tiempo. Certezas de una vida que nada ha valido. Añoranza de una sonrisa que nunca brilló para mí. Boletos de un viaje sin retorno al país de Nunca Jamás…