jueves, 23 de febrero de 2012

Cartas desde la trinchera: Prólogo

Prólogo

París, Enero 1919

La sirena del tren anunciando la inminente llegada me despertó del mismo sueño, fugaz e inquieto, que me había acechado desde el momento en que cruzáramos la frontera; una pesadilla en la que se entremezclaban las muertes y los horrores de los últimos meses, una alucinación febril poblada de delirios culposos, un espejismo de mi subconsciente que se aferraba al recuerdo insano de las atrocidades pasadas.

No había nadie esperándome en la estación; ni a mí ni a ningún otro pasajero de aquel expreso nocturno, y si bien no era aquello un motivo de sorpresa -después de todo nadie sabía de mi repentino viaje- creí ver en esa ausencia un funesto presagio de soledad que consiguió deprimir aun más mi ánimo. Por un instante -lo confieso- estuve tentado de volver a subirme al vagón y olvidarme de todo aquello.

Mi conciencia, sin embargo, pudo más que los temores que me oprimían -¿O fueron quizás los remordimientos?- y, cogiendo un pequeño maletero repleto de cartas que no me pertenecían, acabé caminando solo por las vías del ferrocarril.

En la ciudad llovía -siempre llovía en aquella maldita ciudad-, y una neblina gris y triste opacaba la confusión de mi alma mientras, en derredor, las sombras siniestras del crepúsculo me perseguían en mi extraviado vagabundear. Aquella noche parecía como si el clima mismo se regodeara en el pesar que me agobiaba.

Con un gesto cansino y derrotado me arrebujé en el gabán. Hacía frío, mucho frío, un viento helado venido quien sabe de dónde calaba hasta los huesos y mi aliento formaba débiles siluetas que morían tras los labios.

Todo aquello, a decir verdad, no me importaba demasiado; después de todo peor la había pasado en el frente de combate, chapoteando en el lodo de barro y sangre de las trincheras, fumando colillas ajenas, devorando los piojos y las liendres de mis compañeros y con el oído siempre atento al sonido de una carga desesperada que pudiera dar fin a esa miserable agonía; una arremetida suicida que me librase de una maldita vez de aquel insano temblor que se había adueñado de todo mi cuerpo.

Sin embargo, y pese a ello, aquel clima helado, aquel cielo gris, aquella sensación de tristeza y lúgubre opresión que flotaba en el aire no podían menos que angustiarme por dentro. Como si realmente pudiera sentirme aún más desconsolado de lo que ya estaba, pensé con amarga ironía.

Traté de alejar de mi mente esos pensamientos derrotistas y, fingiendo una convicción que no sentía, caminé varias cuadras bajo la helada tormenta hasta que por fin el eco de los durmientes se perdió en la lejanía. Envuelto entonces en el manto de silencio de la noche me detuve un instante a evaluar mi situación.

Estaba perdido, eso -por mucho que me pesara- debía reconocerlo. Con el paso de los años y la lejanía había acabado por olvidar los oscuras que podían ser las calles de Paris cuando uno se adentraba en sus recovecos, lo laberíntico de su trazado y el amasijo confuso de construcciones que agobiaban la mirada y enredaban el paso. Para colmo de males arriba, en el firmamento, el cielo encapotado amenazaba con convertir la lluvia en una inminente nevada. El invierno que con tanto ahínco desgarraba a Europa parecía haberse hecho presa también de la capital francesa.

"París era una fiesta", habría de escribir Hemingway mucho tiempo después, y quizás lo fuera, pero algunos años más tarde, cuando la vívida pesadilla de la Gran Guerra dejó de atormentarnos con la memoria de lo que habíamos perdido y pasó a convertirse en un lejano y confuso sueño del que ya nadie quería acordarse.

En aquel momento, en cambio, la ciudad que fuera cuna de reyes, revoluciones y emperadores se había convertido en la prueba más fiel de todo el daño y el dolor que los hombres podíamos infligirnos a nosotros mismos. "Homo Hominis Lupus", murmuré por lo bajo recordando los funestos presagios de Hobbes, "Homo Hominis Lupus"...

Mirase donde mirase, por todos lados el panorama era el mismo: la metrópoli entera apestaba a miseria, a suciedad, a tristeza y a derrotismo; ni siquiera la victoria final, ni las condiciones ventajosas del tratado de Versalles que meses más tarde habría de firmarse lograrían, por algún tiempo, cambiar eso.

La guerra que habría de acabar con todas las guerras, reflexioné recordando aquel nombre con un sarcasmo amargo, parecía haber dejado también su sepulcral marca en la ciudad de la luz. O quizás no fuera París la que lloraba una amargura sin consuelo sino yo el que, acosado por mis propios fantasmas, envolvía de un oscuro pesimismo a todo cuanto me rodeaba.

Fuera como fuese aquel espectáculo desolador que tenía ante mi me reflejaba la otra cara de la guerra, la que no se veía desde el frente de combate, la que no se respiraba en las trincheras, la que no se comprendía entre el caos de la muerte y las matanzas, la que se desconocía en esas largas noches a la espera de noticias y misivas que nunca llegaban por las malas comunicaciones; una cara, en fin, que nada tenía que envidiarles a las otras. Viendo y sintiendo el dolor que flotaba en el aire –un dolor de ausencias sin despedidas, un dolor de recuerdos perdidos, un dolor de sonrisas borradas y de pesadumbres hechas costumbre; un dolor, en fin, que apestaba a soledad,- creí entender por fin la angustiosa urgencia que se traslucía en las cartas que guardaba dentro del bolso..

Hay más de un modo de morir, pensé descorazonado, y yo aún no los había enfrentado a todos.

Sin embargo, y por mucho que meditara sobre ello, nada podía hacer ya para cambiar lo sucedido. No estaba en mis manos darle un giro al tiempo ni a la historia, y no me quedaba otra opción que aceptar todo aquello y tratar de sobrevivir una vez más. Después de todo, y tal como había demostrado en los últimos meses, no era más que un sobreviviente.

La sombra de un movimiento a la vuelta de una esquina mal iluminada me llamó la atención y detuve, por un instante, mi caminata. El tiempo justo para que me cruzase el camino una muchacha joven -demasiado joven- apenas cubierta por los andrajos de lo que, algún tiempo atrás, debía haber sido un vestido escotado y provocador.

Le temblaban las piernas desnudas, pude observar y los dedos de las manos estaban cubiertos por cardenales azulados que revelaban un frío mayor al que incluso yo podía soportar. Sin embargo, y pese a todo ello, la joven era hasta casi bonita y lograba parecer sensual aun vistiendo esos despojos raídos que le sentaban grande y le otorgaban una expresión de desamparo y sufrida inocencia.

-Te plaît-il ce que tu vois, mon cher? - Preguntó la joven prostituta con una ronca voz que pretendía ser insinuante, mientras con una mano se desabotonaba lentamente los jirones de su vestido y con la otra se apartaba el cabello mojado del rostro.

Durante unos breves segundos, debo reconocerlo, me quede mirándola en silencio, admirando las curvas voluptuosas de un cuerpo que, pese a haber vivido épocas mejores, aun tenía lo necesario para enmudecer a un hombre, y luego finalmente logré apartar la vista con tristeza.

Demasiadas mujeres como ella había visto en los últimos años, demasiados rostros famélicos entregando lo poco que aun les quedaba a cambio de una miserable hogaza de pan, demasiados gritos suplicantes y desgarradas rendiciones como para ahora poder permanecer impávido frente a aquella mirada melancólica y resignada.

-Lo siento niña - Repuse meneando amargamente la cabeza - Otra vez será- Y mis ojos se entrecruzaron con los suyos: unos ojos de anciana que no coincidían con su cuerpo juvenil, unos ojos oscuros que revelaban incluso mucho más que los retazos raidos de su vestido. O quizás en realidad yo estuviera pecando en exceso de nostálgico y de poeta y aquella desnuda muchacha de enhiestos pezones sólo fuera una ramera más, otra puta común y corriente de las que poblaban las calles de aquel Paris de posguerra. De cualquier modo, y obedeciendo a un arrebato repentino, cogí del bolsillo un pequeño fajo de billetes y se lo extendí a la empapada joven diciendo: - Ten, vuelve a tu casa y come algo caliente. No es esta una noche para andar en la calle.

Ella pareció dudar un fugaz instante, como si sospechase que mi gesto escondía alguna trampa oculta pero luego, tras convencerse de que nada malo había en aquello, cogió el dinero con un movimiento veloz de su mano -temiendo, supongo, que me arrepintiese de mi gesto- y luego, en un ágil salto que me dejó un tanto sorprendido, se alejó un par de pasos hacia atrás.

Aquel dinero, recordé, estaba ya destinado a otro objetivo más importante, sin embargo no me importaba. Lo único que agradecía, después de tantos años de guerra, era no haber perdido aun por completo la sensibilidad ni los remordimientos de mi conciencia.

Estaba por proseguir mi caminata cuando la joven nuevamente se cruzó en mi camino. Esta vez, al enseñarme su desnudez, había en sus ademanes un gesto de agradecimiento y no ya de oferta, y en su mudo silencio se revelaba que era la primera vez en mucho tiempo que alguien tenía para con ella un gesto desinteresado.

Volví a dedicar un segundo a admirar su desnudez en silencio. Era bastante hermosa, incluso para lo joven que era, sus formas eran ya las de una mujer madura y si bien el hambre había dejado cicatrices en aquel cuerpo -cicatrices que se conjugaban con los magullones de cien golpes recibidos- todavía había en ella algo de seductora inocencia.

Sin embargo meneé nuevamente la cabeza con tristeza. Ella hizo un mohín de disgusto con sus labios helados, luego se encogió de hombros y se alejó por las oscuras calles, con -quiero creer- una expresión de agradecimiento en su envejecida mirada.

Me quedé con la vista presa en su huida, viéndola perderse para siempre en la negrura de la noche, hasta que una helada gota de aguanieve bailoteó unos segundos sobre el puente de mi nariz apartándome de mis reflexiones. Con un movimiento derrotado me arrebujé en el raído gabán y, al mismo tiempo, dirigí una mirada al cerrado cielo: la temida nevisca parecía a punto de desatarse. Un nuevo copo de nieve confirmó mis sospechas iníciales y me obligó a apretar el paso. Sería más que irónico, pensé por un instante, el haber sobrevivido tantos meses en la podredumbre de las trincheras para luego coger un vulgar resfriado por culpa de una tormenta cualquiera.

Eran casi las doce de la noche ya, las calles estaban desiertas -excepto por algún que otro mendigo ocasional y una o dos prostitutas tan desamparadas como la primera- y el silencio de la ciudad era casi sepulcral. Todas las personas de bien, pensé con un dejo de envidia, debían estar ya encerradas a cal y canto en sus casas, reposando en la calidez de sus lechos, sintiéndose a salvo de cuanto la vida pudiera ponerles en frente e intentando, de seguro, poder olvidar la agonía feroz de los últimos cuatro años.

Sin embargo, me prometí a mí mismo, no iba a dejar que todo aquello consiguiera amilanarme. Estaba allí por una razón concreta; las suelas de mis zapatos pisaban el húmedo suelo parisino movidas por un férreo objetivo y nada ni nadie iba a impedir que cumpliera con mi cometido.

Me detuve un instante y saqué del bolsillo el arrugado trozo de papel que me había acompañado durante todos aquellos años de desastres. Hice lo posible para proteger su integridad de la helada tormenta con los pliegues de mi gabán aunque tampoco importaba demasiado, aquella humilde hoja había sobrevivido ya a la tempestad de cientos de llantos.

"Tuya por siempre", rezaban las borrosas letras y, aunque al final aquellas palabras se habían revelado como una vulgar mentira, su falsa promesa lograba aún encender dentro de mí el fuego de la decisión; una llama que ni terrible nevisca que se había desatado lograba apagar.

Cada vez más convencido de mi misión escondí el trozo de papel cerca de mi corazón y continué con mi caminata por entre las oscuras callejuelas de París.

En circunstancias como aquella la voz de la razón dicta mantener los sentidos alertas y la mente preparada, ¿Quien sabe que es lo que puede estar acechándonos escondido tras las tinieblas? sin embargo esa noche en particular se me hacía imposible pensar en cualquier cosa que no fueran los recuerdos de la guerra. Quizás fuera por eso entonces que, mientras a lo lejos las campanas de Notre Dame daban las doce, mis pasos se movían sonámbulos buscando la dirección correcta y mi pensamiento se hundía en una serie de amargas reflexiones. ¿Encontraría por fin a aquella mujer que con tanto anhelo buscaba? y de ser así: ¿Cómo habría de recibirme ella cuando supiera el verdadero cometido de mi visita?

Hice, inconscientemente, un gesto con la mano, como si con ello pretendiera alejar tan funestas elucubraciones, y a la tenue luz de un farol me detuve a leer el cartel con el nombre de la calle en la que me hallaba. "Rue Cretet" señalaba la flecha torcida apuntando en dirección nordeste. Eso me dio ánimos: no estaba tan desorientado entonces como creía; al parecer París seguía siendo el de mis andanzas juveniles y yo aun guardaba algo de aquel muchacho irresponsable afecto al vino, las mujeres y los poemas que había sabido ser en una época que ahora se me antojaba imposible. No sé porque pero ese simple pensamiento bastó para insuflarme de un renovado calor que hubo de espantar a todos los malos presentimientos que me habían perseguido desde el comienzo de mi viaje en Viena.

Caminé un par de cuadras más, siempre cuesta arriba, siguiendo la temblorosa dirección que se me había indicado, hasta que por fin me detuve frente a un pórtico de madera carcomida por el tiempo. Tras él un muro de ladrillos derruido se sostenía a duras penas; todo en aquel lugar hedía a miseria.

Ante la vista de tal lóbrega imagen mi tenaz decisión inicial se tambaleó como un castillo de naipes sacudido por una brisa invernal. Debo admitir que a punto estuve de dar media vuelta y alejarme corriendo colina abajo. Me vi tentado -lo confieso- a olvidar todo como si de un mal sueño se tratara y refugiarme en la secreta esperanza de un futuro mejor, de un mañana sin pesadillas ni recuerdos, de un porvenir sin negros remordimientos. Sin embargo sabía que de hacerlo me perseguiría para siempre el fantasma de la incertidumbre y el peso de la culpa por lo que, tras asegurarme primero de que la dirección fuera la correcta, golpeé con fuerza la desvencijada puerta.

Nadie respondió mi llamado, después de todo había que ser algo loco o suicida para abrir la puerta en una noche de perros como aquella; pero eso, me dije a mi mismo, no conseguiría amilanarme por lo que volví a llamar a la puerta, esta vez con mayor fuerza, una y otra vez hasta que por fin dentro de la casa se encendió una vela y un rostro temeroso se asomó por la ventana.

- ¿Madame Friedirisch?- Pregunté yo, mientras por dentro rogaba no haberme equivocado de dirección.

Al parecer no lo había hecho porque tras unos breves segundos de vacilación la puerta se abrió y detrás de ella se asomó en camisón la mujer por la cual había recorrido todos esos kilómetros.

-¿Oui? - Preguntó ella con un leve acento austriaco. No sé parecía en nada a como la había imaginado, ni siquiera se asemejaba a la muchacha de bucles claros y sonrisa traviesa de la instantánea que había encontrado. La guerra, por lo visto, también había dejado una huella profunda en ella.

Aunque yo tampoco era el mismo joven despreocupado de cuatro años atrás. La interminable lucha, recordé, a todos nos había marcado con el fuego de la desilusión, un desengaño que ni el armisticio había conseguido amortiguar.

-Soy el teniente Jude O´Connor, soldado del ejército británico. -Me presenté tratando de alargar todo lo posible el momento que tanto había estado durante los últimos días- Tengo algo que le pertenece- Y al hablar extendí hacia ella la pequeña valija que me había acompañado en mi peregrinaje.

Ella me miró con una muda mueca de desconcierto, aunque creo que en lo profundo de su ser su instinto de mujer la previno de lo que se avecinaba, porque mientras yo hablaba dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas sonrosadas. Dentro de la casa un bebé irrumpió en llanto. Aquello, me dije suspirando en silencio, iba a ser aun más doloroso de lo que había imaginado.

4 comentarios:

  1. Cuando podré ver tu libro?
    Saludos desde Colombia Tanis.

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  2. Soñar es gratis amigo, pero muchas gracias de todos modos por tus palabras de aliento...

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  3. Muy bello lo que escribes Fernando.
    Seguiré visitando tu blog, saludos desde España.

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  4. Por cierto, ¿quién no ha llorado un amor escuchando a Ismael Serrano?

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