jueves, 6 de septiembre de 2012

El último film 1/4


El último film


El primer beso de un hombre, creo recordar que dijo alguien alguna vez, no se da con los labios sino con los ojos, y la nostalgia de aquel momento dura toda una vida. El mío, por supuesto, no fue la excepción.
Han pasado ya muchos años desde aquel entonces. Eternos inviernos que devoraron para siempre la promesa de nuestros labios buscándose en un estío lejano. Oscuros e interminables años que consumieron la memoria de un verano donde mi piel conoció a la suya. Decenas de cuerpos sudorosos de otras mujeres que asesinaron en mi mente el recuerdo de su sonrisa. Y sin embargo, en las largas horas de vela que atormentan mis noches, es siempre ella la que acude a mi memoria.
Estoy viejo; viejo, cansado y vencido por una existencia que me ha sido esquiva. Se escurre, como agua entre los dedos, la arena de mi vida, y junto con ella se pierden también los sueños de mi malograda juventud. Pero pese a ello, y por mucho que lo intente, no consigo olvidar el recuerdo de aquel par de ojos esmeralda sellando mi destino.
En cierto modo, podría decir -emulando a Humphrey Bogart- que nací cuando ella me besó, viví el tiempo que me amó y morí el día que me abandonó.
Tenía quince años en aquel entonces, un incierto futuro en blanco por delante y una pasión culposa de esas que nos avergonzamos en confesar. La mía, a diferencia de otras, a nadie le hacía mal, pero no por ello resultaba menos pecaminosa. Todas las tardes, a la salida de la escuela y cuando creía que nadie me veía, me introducía a hurtadillas en un pequeño cine que casi siempre estaba medio vacío, y mataba las horas contemplando los amores, en blanco y negro, de aquellas personas con las que soñaba parecerme algún día.
Vivía con mi madre en una pequeña aldea que besaba la costa. Mi padre había muerto, mucho antes incluso de mi nacimiento, y la única figura paterna que yo reconocía eran los galanes de películas como “Con faldas y a lo loco”.
—Pasas demasiado tiempo en ese cine ¬—me reprendía mi madre en los escasos momentos en que se percataba de mi existencia—. Si tan sólo tu padre siguiera vivo…
Pero no lo estaba; una tormenta había hundido su barco, y en el pequeño cementerio que se alzaba sobre la única colina del pueblo, una lápida gastada y un féretro vacío eran todo cuanto quedaba de su memoria.
En aquel momento, y aunque eso no sirva de excusa, yo era muy pequeño; desconocía el dolor de las pérdidas, y no podía entender porque mi madre malgastaba sus días, y con ellos los mejores años de su juventud, sentada bajo el alféizar de la ventana, aguardando -con su mejor vestido de gala y un peinado de domingo- a que regresara alguien que jamás podría retornar.
Era aquella, de algún modo, una imagen entre dolorosa y grotesca, que lastimaba mis sueños infantiles y marchitaba la visión gloriosa que yo tenía del mundo, del amor y de las esperas. Por esto quizás, con el cruel e ingenuo raciocinio propio de esos pocos años, había preferido huir a cualquier otro sitio, antes que pasar las tardes llorando la ausencia de alguien a quien jamás había conocido.
Y fue, justamente, en una de mis tantas horas de fugitivo sin esperanzas que descubrí -casi por casualidad- la existencia de una pequeña puerta trasera, al fondo del oscuro callejón donde vivíamos, que me permitía colarme -con el silencio cómplice del encargado- entre las butacas de un cine antiguo y marchito cuyas cortinas, saltaba a la vista, suspiraban por años mejores.
Allí pasaba yo mis tardes, sentado sobre un asiento herrumbrado que rechinaba al inclinarme. Y mientras mi madre asesinaba las suyas tratando, en vano, de revivir el mito de Penélope, yo soñaba, amaba, maldecía, viajaba y crecía hipnotizado por el sereno influjo de una pantalla en blanco y negro.
Y fue allí también donde la conocí a ella, para eterna perdición de mi alma, y ya nada volvió a ser lo mismo.
Era el mío un pueblo con mar, como canta Sabina, y verano tras verano sus polvorientas calles se poblaban de turistas que venían a vacacionar desde la gran ciudad.
Durante el invierno sólo el viento, el polvo y el rugido de las olas empañaban la tranquilidad de la aldea; pero cuando llegaba el estío las playas se colmaban, los bares se abarrotaban de obesos y tristes oficinistas y la paz del villorrio se alteraba con los gritos de las madres que peleaban con sus hijos. Por las noches la ciudad se engalanaba con sus mejores atuendos, el pequeño tren que nos ataba a la civilización duplicaba sus horarios, y todo era fiesta hasta que los primeros fríos del otoño amenazaban con su presencia.
Yo, por lo general, escondido como estaba siempre en aquel cine de puertas estrechas y pantalla descascarada, solía permanecer ajeno al bullicio que traía consigo la estación del sol; pero aquel verano de mis jóvenes quince años mi vida iba a dar un vuelco que jamás hubiera imaginado.
La vi, por primera vez, durante una proyección de “Tú y yo”. Y mientras Cary Grant y Deborah Kerr se comprometían a encontrarse en el Empire State, comprendí –con el fatalismo del propio Edipo- que la madeja de mi destino quedaba sujeta para siempre a los dulces caprichos de aquella muchacha.
Ella era hermosa, o al menos así me lo pareció a mí. Rubia, delicada y frágil como las primeras nieves del invierno, con una tez blanca que resaltaba el esmeralda profundo de sus ojos de mar. Su belleza de rasgos clásicos nada tenía que envidiar a la propia Marilyn Monroe, y cada vez que inclinaba la cabeza agitando los cabellos yo sentía que se me entrecortaba la respiración.
Tardé mucho tiempo en coger el valor suficiente para hablarle, demasiado quizás, y tengo que reconocer, aunque me avergüence el confesarlo, que aquella fue la primera de muchas tardes que compartimos en un impenetrable silencio.
Durante los días siguientes apenas si presté atención a la pantalla del cine. Y es que, aunque no lo quisiera, a cada instante mi mirada se perdía en los infinitos recovecos de la suya, se deslumbraba con sus más nimios ademanes y luego, con la cobardía que siempre me ha caracterizado, huía apresurada cuando la muchacha hacía ademán de corresponderla.
Era hermosa, pero eso lo he dicho ya, y parecía ejercer un extraño influjo sobre mí. Su sonrisa, hubiera dicho un aedo antiguo, resplandecía más que el carro del mismo Helios, y la promesa del estío parecía arder en sus dientes nacarados.
Aún hoy, tantos años después, cada vez que rememoro su imagen mis ojos se pierden con una expresión ensoñadora y luego, haga lo que haga, no encuentro la forma de arrancarla de mi pensamiento. En aquel momento, si mal no recuerdo, hasta llegué a sospechar que esa muchacha era en realidad la reencarnación de la propia Circe, y que me había embrujado la razón con un poderoso conjuro.
Cuando por fin me atreví a hablarle el viejo proyector del cine rodaba, por enésima vez, “La tentación vive arriba”, pero ni siquiera el revuelo de faldas de Marilyn logró distraerme del propósito que durante días había estado madurando.
—¿Sabes? —le dije acercándome despacio a ella, y aprovechando que en aquel momento se enjugaba un par de lágrimas de la mejilla —eres la primera persona a la que veo llorar con esta película…
—Y tú —me dijo ella sin apartar la vista de la pantalla— eres la primera persona que tarda más de una semana en atreverse a iniciar una conversación.
Me quedé helado, y todo el discurso que llevaba días preparando feneció sin haber nacido.
—Vamos —Insistió ella, riéndose del miedo que atenazaba mi garganta—. ¿Un chico como tú que pasa tantas horas en el cine se queda sin palabras ante el primer desplante de una dama?
—En mi defensa —dije yo, consiguiendo finalmente articular palabra—debo decir que no eres una dama cualquiera…
Por un instante en sus dientes de marfil brilló la sombra de una sonrisa.
—Supongo que esperas que me sienta halagada. Pero estoy segura que si lo intentas con más ahínco hasta puede que te salga mejor.
Me reí con ella.
—No existe una segunda oportunidad de causar una buena impresión.
—Pareces muy convencido de ello. ¿Si tú mismo te rindes antes de empezar como te las ingeniarás para no salir derrotado?
En circunstancias como aquella, todos lo saben, lo mejor que puede hacer un hombre es encogerse los hombros con un ademán de dolida resignación
—Me has derrotado desde el primer día que cruzaste esa puerta —contesté jugando a la estrella de Hollywood—. ¿Qué defensa puede oponer alguien como yo ante semejante despliegue de artillería?
Ella aplaudió sinceramente alborozada.
—¡Bravo! —Me felicitó—. Por un instante hasta te has parecido a Clark Gable…
—¿Y tú eres Carole Lombard? —contesté yo, aliviado con el rumbo que tomaba la conversación. Si el tema era el cine, yo era capaz de pasar toda la noche entera discutiendo.
—Ellos tuvieron un final trágico, ¿No te da miedo saberlo?
Si pensaba que me podía amilanar tan fácilmente no sabía con quien estaba tratando.
—También lo tuvieron Píramo y Tisbe, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta…
—Vaya—se sorprendió—un chico ilustrado además. Lástima grande que no te atrevieras a hablarme antes, hubiéramos podido charlar de tantas cosas… ¿Sabes? Tengo que irme, me están esperando, pero volveremos a vernos, ¿Verdad? —Y mientras hablaba, se levantó de la butaca, juntó su pequeño bolso y me dio un ligero beso en la mejilla que me dejo sin respiración.
—¡No me has dicho cómo te llamas! —alcancé a gritarle antes de que su silueta se perdiera tras la puerta, cuando por fin recuperé el sentido.
—Tampoco me lo has preguntado —se rió ella con un gesto de coquetería--. Eugène, me llamo Eugène. —Y su nombre me trajo lejanas reminiscencias del río Siena y la Torre Eiffel...

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