El último film
El primer beso de un hombre, creo recordar que dijo alguien
alguna vez, no se da con los labios sino con los ojos, y la nostalgia de aquel
momento dura toda una vida. El mío, por supuesto, no fue la excepción.
Han pasado ya muchos años desde aquel entonces. Eternos
inviernos que devoraron para siempre la promesa de nuestros labios buscándose
en un estío lejano. Oscuros e interminables años que consumieron la memoria de
un verano donde mi piel conoció a la suya. Decenas de cuerpos sudorosos de
otras mujeres que asesinaron en mi mente el recuerdo de su sonrisa. Y sin
embargo, en las largas horas de vela que atormentan mis noches, es siempre ella
la que acude a mi memoria.
Estoy viejo; viejo, cansado y vencido por una existencia que
me ha sido esquiva. Se escurre, como agua entre los dedos, la arena de mi vida,
y junto con ella se pierden también los sueños de mi malograda juventud. Pero
pese a ello, y por mucho que lo intente, no consigo olvidar el recuerdo de
aquel par de ojos esmeralda sellando mi destino.
En cierto modo, podría decir -emulando a Humphrey Bogart-
que nací cuando ella me besó, viví el tiempo que me amó y morí el día que me
abandonó.
Tenía quince años en aquel entonces, un incierto futuro en
blanco por delante y una pasión culposa de esas que nos avergonzamos en
confesar. La mía, a diferencia de otras, a nadie le hacía mal, pero no por ello
resultaba menos pecaminosa. Todas las tardes, a la salida de la escuela y
cuando creía que nadie me veía, me introducía a hurtadillas en un pequeño cine
que casi siempre estaba medio vacío, y mataba las horas contemplando los
amores, en blanco y negro, de aquellas personas con las que soñaba parecerme
algún día.
Vivía con mi madre en una pequeña aldea que besaba la costa.
Mi padre había muerto, mucho antes incluso de mi nacimiento, y la única figura
paterna que yo reconocía eran los galanes de películas como “Con faldas y a lo
loco”.
—Pasas demasiado tiempo en ese cine ¬—me reprendía mi madre
en los escasos momentos en que se percataba de mi existencia—. Si tan sólo tu
padre siguiera vivo…
Pero no lo estaba; una tormenta había hundido su barco, y en
el pequeño cementerio que se alzaba sobre la única colina del pueblo, una
lápida gastada y un féretro vacío eran todo cuanto quedaba de su memoria.
En aquel momento, y aunque eso no sirva de excusa, yo era
muy pequeño; desconocía el dolor de las pérdidas, y no podía entender porque mi
madre malgastaba sus días, y con ellos los mejores años de su juventud, sentada
bajo el alféizar de la ventana, aguardando -con su mejor vestido de gala y un
peinado de domingo- a que regresara alguien que jamás podría retornar.
Era aquella, de algún modo, una imagen entre dolorosa y
grotesca, que lastimaba mis sueños infantiles y marchitaba la visión gloriosa
que yo tenía del mundo, del amor y de las esperas. Por esto quizás, con el
cruel e ingenuo raciocinio propio de esos pocos años, había preferido huir a
cualquier otro sitio, antes que pasar las tardes llorando la ausencia de
alguien a quien jamás había conocido.
Y fue, justamente, en una de mis tantas horas de fugitivo
sin esperanzas que descubrí -casi por casualidad- la existencia de una pequeña
puerta trasera, al fondo del oscuro callejón donde vivíamos, que me permitía
colarme -con el silencio cómplice del encargado- entre las butacas de un cine
antiguo y marchito cuyas cortinas, saltaba a la vista, suspiraban por años
mejores.
Allí pasaba yo mis tardes, sentado sobre un asiento
herrumbrado que rechinaba al inclinarme. Y mientras mi madre asesinaba las
suyas tratando, en vano, de revivir el mito de Penélope, yo soñaba, amaba,
maldecía, viajaba y crecía hipnotizado por el sereno influjo de una pantalla en
blanco y negro.
Y fue allí también donde la conocí a ella, para eterna
perdición de mi alma, y ya nada volvió a ser lo mismo.
Era el mío un pueblo con mar, como canta Sabina, y verano
tras verano sus polvorientas calles se poblaban de turistas que venían a
vacacionar desde la gran ciudad.
Durante el invierno sólo el viento, el polvo y el rugido de
las olas empañaban la tranquilidad de la aldea; pero cuando llegaba el estío
las playas se colmaban, los bares se abarrotaban de obesos y tristes
oficinistas y la paz del villorrio se alteraba con los gritos de las madres que
peleaban con sus hijos. Por las noches la ciudad se engalanaba con sus mejores
atuendos, el pequeño tren que nos ataba a la civilización duplicaba sus horarios,
y todo era fiesta hasta que los primeros fríos del otoño amenazaban con su
presencia.
Yo, por lo general, escondido como estaba siempre en aquel
cine de puertas estrechas y pantalla descascarada, solía permanecer ajeno al
bullicio que traía consigo la estación del sol; pero aquel verano de mis
jóvenes quince años mi vida iba a dar un vuelco que jamás hubiera imaginado.
La vi, por primera vez, durante una proyección de “Tú y yo”.
Y mientras Cary Grant y Deborah Kerr se comprometían a encontrarse en el Empire
State, comprendí –con el fatalismo del propio Edipo- que la madeja de mi
destino quedaba sujeta para siempre a los dulces caprichos de aquella muchacha.
Ella era hermosa, o al menos así me lo pareció a mí. Rubia,
delicada y frágil como las primeras nieves del invierno, con una tez blanca que
resaltaba el esmeralda profundo de sus ojos de mar. Su belleza de rasgos
clásicos nada tenía que envidiar a la propia Marilyn Monroe, y cada vez que
inclinaba la cabeza agitando los cabellos yo sentía que se me entrecortaba la
respiración.
Tardé mucho tiempo en coger el valor suficiente para
hablarle, demasiado quizás, y tengo que reconocer, aunque me avergüence el
confesarlo, que aquella fue la primera de muchas tardes que compartimos en un
impenetrable silencio.
Durante los días siguientes apenas si presté atención a la
pantalla del cine. Y es que, aunque no lo quisiera, a cada instante mi mirada
se perdía en los infinitos recovecos de la suya, se deslumbraba con sus más
nimios ademanes y luego, con la cobardía que siempre me ha caracterizado, huía
apresurada cuando la muchacha hacía ademán de corresponderla.
Era hermosa, pero eso lo he dicho ya, y parecía ejercer un
extraño influjo sobre mí. Su sonrisa, hubiera dicho un aedo antiguo,
resplandecía más que el carro del mismo Helios, y la promesa del estío parecía
arder en sus dientes nacarados.
Aún hoy, tantos años después, cada vez que rememoro su
imagen mis ojos se pierden con una expresión ensoñadora y luego, haga lo que
haga, no encuentro la forma de arrancarla de mi pensamiento. En aquel momento,
si mal no recuerdo, hasta llegué a sospechar que esa muchacha era en realidad
la reencarnación de la propia Circe, y que me había embrujado la razón con un
poderoso conjuro.
Cuando por fin me atreví a hablarle el viejo proyector del
cine rodaba, por enésima vez, “La tentación vive arriba”, pero ni siquiera el
revuelo de faldas de Marilyn logró distraerme del propósito que durante días
había estado madurando.
—¿Sabes? —le dije acercándome despacio a ella, y
aprovechando que en aquel momento se enjugaba un par de lágrimas de la mejilla
—eres la primera persona a la que veo llorar con esta película…
—Y tú —me dijo ella sin apartar la vista de la pantalla—
eres la primera persona que tarda más de una semana en atreverse a iniciar una
conversación.
Me quedé helado, y todo el discurso que llevaba días
preparando feneció sin haber nacido.
—Vamos —Insistió ella, riéndose del miedo que atenazaba mi
garganta—. ¿Un chico como tú que pasa tantas horas en el cine se queda sin
palabras ante el primer desplante de una dama?
—En mi defensa —dije yo, consiguiendo finalmente articular
palabra—debo decir que no eres una dama cualquiera…
Por un instante en sus dientes de marfil brilló la sombra de
una sonrisa.
—Supongo que esperas que me sienta halagada. Pero estoy
segura que si lo intentas con más ahínco hasta puede que te salga mejor.
Me reí con ella.
—No existe una segunda oportunidad de causar una buena
impresión.
—Pareces muy convencido de ello. ¿Si tú mismo te rindes
antes de empezar como te las ingeniarás para no salir derrotado?
En circunstancias como aquella, todos lo saben, lo mejor que
puede hacer un hombre es encogerse los hombros con un ademán de dolida
resignación
—Me has derrotado desde el primer día que cruzaste esa
puerta —contesté jugando a la estrella de Hollywood—. ¿Qué defensa puede oponer
alguien como yo ante semejante despliegue de artillería?
Ella aplaudió sinceramente alborozada.
—¡Bravo! —Me felicitó—. Por un instante hasta te has
parecido a Clark Gable…
—¿Y tú eres Carole Lombard? —contesté yo, aliviado con el
rumbo que tomaba la conversación. Si el tema era el cine, yo era capaz de pasar
toda la noche entera discutiendo.
—Ellos tuvieron un final trágico, ¿No te da miedo saberlo?
Si pensaba que me podía amilanar tan fácilmente no sabía con
quien estaba tratando.
—También lo tuvieron Píramo y Tisbe, Tristán e Isolda, Romeo
y Julieta…
—Vaya—se sorprendió—un chico ilustrado además. Lástima
grande que no te atrevieras a hablarme antes, hubiéramos podido charlar de
tantas cosas… ¿Sabes? Tengo que irme, me están esperando, pero volveremos a
vernos, ¿Verdad? —Y mientras hablaba, se levantó de la butaca, juntó su pequeño
bolso y me dio un ligero beso en la mejilla que me dejo sin respiración.
—¡No me has dicho cómo te llamas! —alcancé a gritarle antes
de que su silueta se perdiera tras la puerta, cuando por fin recuperé el
sentido.
—Tampoco me lo has preguntado —se rió ella con un gesto de
coquetería--. Eugène, me llamo Eugène. —Y su nombre me trajo lejanas
reminiscencias del río Siena y la Torre Eiffel...
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