miércoles, 31 de octubre de 2012

El último film 4/4


Las desgracias siempre vienen a pares, dijo un poeta alguna vez, y en ese otoño tuve que lidiar no sólo con la ausencia de Eugène sino también con el recrudecimiento de la alienación de mi madre.
Las primeras hojas de los árboles comenzaron a teñir los caminos de colores pardos y rojizos cuando descubrí, con una dolorosa mezcla de tristeza y resignación, que la autora de mis días ya no se levantaba de su silla ni siquiera para ir a la cama. Aun peor, apenas si comía si yo no estaba allí para obligarla, y sus ojos, pasase lo que pasase, permanecían siempre fijos en el reflejo de los cristales.
En pocas semanas adelgazó varios kilos, las canas le poblaron el cabello y su rostro se torno de un color amarillo macilento. Era, sin lugar a dudas, la viva imagen de una Penélope consumida por la espera.
Más de una vez traté de obligarla a que se levantara; me empeñé en llevarla al médico y le supliqué, incluso con malos modos, que saliera a la calle a respirar aire freso, pero era en vano; ella siempre se negaba.
—Tu padre pronto habrá de regresar —me decía una y otra vez como si a fuerza de repetirlo pudiera acabar siendo verdad—, y debo estar aquí para él. No quiero que piense que lo he olvidado.
Así que me encerré, más que nunca, en aquel pequeño cine que había conocido épocas mejore y allí, contemplando durante horas los amores de la generación dorada de Hollywood, traté de convencerme de que no había nada por lo que preocuparse.
Pero no fue así, y es que la vida real siempre es mucho más cruda que en las películas.
Una noche, tras las últimas nevadas de la estación, mi madre no pudo sostenerse más en la silla y se desplomó sobre el suelo con un golpe seco. Yo estaba en mi cuarto cuando sucedió aquello, pero oí el ruido de su caída y al no obtener respuesta a mis gritos bajé las escaleras corriendo.
Me la encontré tendida en el frío piso, y sin apenas respirar. Al parecer había perdido el conocimiento como producto del golpe, pero yo no podía saberlo y durante un instante me consumió el temor de que agonizara en mis propios brazos.
No recuerdo mucho de aquella noche. Sé que la cargué como pude, al fin y al cabo pesaba menos que un fantasma, y con la fuerza que da la desesperación salí a la calle.
No me importó siquiera que afuera hiciera un frío de mil demonios, que el viento helado del invierno me azotara el pecho desnudo, ni que la nieve se derritiera entre los dedos de mis pies descalzos. Lo único que verdaderamente temía era que ella antes de que pudiera llevarla al hospital.
A decir verdad, no sé bien cuanto tardamos en llegar hasta la clínica, pero puedo jurar que aquellas quince cuadras representaron los mil quinientos metros más largos de mi vida.
Pero por fin llegamos hasta el pequeño hospital. Tenía los dedos morados y probablemente al día siguiente cogería una gripe o, aun peor, una pulmonía; pero mentiría si dijera que no suspiré con alivio cuando vi que ella aun seguía respirando.
Allí le hicieron unos cuantos análisis, la conectaron a unos tubos extraños que me recordaron a las malas películas de clase B y finalmente, tras haber pasado toda la noche en vela, una enfermera se dignó a tranquilizar mis nervios, asegurándome que mi madre no se había hecho ningún daño de consideración.
Sin embargo, y empero a ello, me sugirió también la conveniencia de dejarla internada allí, un par de días al menos, hasta que hubiera recuperado las fuerzas.
—Es por su propio bien. —Me explico luego el anciano médico del pueblo—. Si sigue sin comer lo mejor será que le inyectemos un suero, o acabará por morir de inanición.
Yo asentí con la cabeza, aunque en el fondo no comprendía del todo lo que me decía. Aun estaba atontado por el shock y el miedo que había sufrido, y las palabras del facultativo me sonaban huecas a mis oídos; pero ella estaba bien y eso era lo único que me importaba.
Aquel primer día lo pasé por completo en el hospital, pero cuando la noche volvió a caer sobre nuestro pequeño pueblo una de las enfermeras me convenció para que regresara a mi casa.
—Tienes que comer, dormir, bañarte y echarte algo de ropa encima —me amonestó severa—. Aquí no sirves de nada, ni a tu madre ni a ti mismo. Ya te avisaremos si presenta mejorías.
Y así fue como, por primera vez en mi corta vida, regresé a un hogar que se hallaba vacío y cené en una sala donde ya no se percibía el perfume rancio de las rosa y los jazmines. Nunca me sentí tan solo como aquella noche.
Los “dos días” que había mencionado el médico se extendieron hasta el infinito, y durante todo lo que duró el invierno no volví a ir al cine. Pese a todos los esfuerzos que habían hecho los facultativos, las enfermeras y las psiquiatras mi madre seguía negándose a comer, y si bien su estado no empeoraba, tampoco mejoraba en absoluto, y su conciencia parecía cada vez más ida de la realidad; el suero era lo único que aun la ataba a este mundo.
Ya ni recuerdo la cantidad de pinchaduras que tenían sus brazos, y la verdadera odisea que representaba, para la mano temblorosa del anciano médico, inyectar la aguja en sus cada vez más delgadas venas.
Nunca fui un buen hijo con ella, lo reconozco, y ella tampoco fue una buena madre. Siempre hubo una brecha que nos separó a ambos. Pero aquel año, cuando por fin me di cuenta de que quizás su fin estaba cerca, me sentí enormemente vacío; vacío, solo y aterrado, por muy egoísta que suene. Uno nunca se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde, o al menos eso es lo que siempre dicen todos.
De cualquier forma lo cierto es que ella, y aun en contra de mis funestos presagios sobrevivió varias semanas. La primavera llegó y yo, consumido como estaba por la preocupación, ni siquiera me di cuenta que tras los vidrios del hospital los cerezos comenzaban a mostrar sus flores. Mi vida parecía haberse detenido con las nieves del invierno y permanecía ajeno a todo cuanto me rodeaba, hasta que por fin un día una dulce voz conocida me trajo de regreso al mundo de los vivos.
—¿Dónde está? –escuché, casi como en un sueño, que preguntaba con desesperación una voz familiar.
Me di vuelta, con el corazón palpitando en la mano, y mis ojos de repente quedaron atrapados en la mirada esmeralda de Eugène. Por mucho que quiera me resulta imposible describir la emoción que me embargó al ver sus hermosos labios.
Súbitamente, sin embargo, cobré conciencia de que apenas si había salido del hospital en los últimos meses.
Estaba desaliñado, descubrí con vergüenza, sin bañarme, olía mal, y llevaba las mismas ropas sucias que había usado desde que mi madre se cayera de su silla. Y así, poco a poco, se fue desvaneciendo toda la excitación inicial que había despertado en mí la repentina aparición de Eugène.
—Vine apenas me enteré —dijo ella apretándose las manos con nerviosismo¬. Lo siento Cary, lo siento mucho… —Y yo comprendí que no lo decía sólo por lo de mi madre.
No sé bien porque, pero en aquel momento fue como si una barrera se levantara entre nosotros. En sus hermosos ojos verdes, me pareció notar, ardía culposa la llama de la pena y el remordimiento. Casi sin darme cuenta tuve una acertada premonición de lo que habría de venir luego.
—No me llamo Cary —le dije remedando una sonrisa amarga. Los dos veranos anteriores habían sido los mejores de toda mi vida, pero era hora ya de aceptar que no éramos niños, y asumir por fin las responsabilidades de nuestra nueva vida de adultos. Sin embargo las palabras brotaron de mi boca con mayor sequedad de la que hubiera querido
—Lo sé —contestó ella, y dos misteriosas lágrimas rodaron por sus mejillas—. Pero para mí, pase lo que pase, siempre seguirás siendo Cary el pequeño poeta.
En aquel momento lo olvidé todo. La locura de mi madre, los tres meses de pesadilla que había pasado, el dolor que me había provocado su huida un año atrás, y hasta la soledad que me consumiera en las largas noches del invierno. Teniéndola cerca de mí, estaba seguro, ya nada malo podía pasarme.
—Tienes razón —le dije contrito—. Perdona que haya sido tan duro, pero ya no me reconozco ni a mí mismo. A veces siento que esto es un mal sueño y cierro los ojos deseando despertar, pero todo es en vano.
Ella asintió con la cabeza, y la tristeza bañó su blanco rostro.
—Sé lo que se siente Cary. Créeme, nadie mejor que yo puede saberlo… —y antes de que hubiera podido terminar de hablar la asaltó otro de sus habituales ataques de tos.
Esta vez yo era más grande, me sentía más maduro y más seguro de mi mismo, no necesitaba seguir copiando modelos imposibles de películas irreales y, además, me había ya enfrentado cara a cara con la muerte, por lo que sabía exactamente como debía actuar en una situación así. Me acerqué despacio a ella, le acaricié con cariño la espalda, cogí su mano y, cuando termino de toser, quise estrecharla sobre mi pecho y darle un largo beso de reencuentro.
Ella, al principio, se relajó entre mis brazos, pero luego en su rostro se dibujo una oscura turbación, separó sus labios de los míos y se desprendió casi con violencia de mi abrazo.
—No Cary, no. —Dijo, y no supe dilucidar si en su voz había una súplica, un reclamo, o un gemido de indignación—. No podemos…
Un doloroso escalofrío me recorrió la espalda, y tuve una espantosa sensación de deja vú.
Hay miradas que dicen tanto como un beso, aprendí aquel día, y otras que duelen más que una bofetada.
—Lo siento Cary —continuó ella retrocediendo un par de pasos. Su rostro, pude ver, era un mar de llanto, y yo mismo, aun cuando no entendía lo que ocurría, sentía las lágrimas a punto de desbordarme por los párpados—. Te lo hubiera dicho antes, te lo juro, pero entonces me enteré lo de tu madre y no supe cómo actuar. Lo siento Cary —se repitió—, lo siento mucho, pero estoy comprometida.
Sentí como si un rayo me hubiera caído encima. Un atroz vacío se abrió en mi pecho, y de repente todo el mundo se tornó de un lúgubre color negro.
—No me mires así, por favor. —Siguió suplicando Eugène mientras se alejaba aún más de mí—. No te imaginas lo mucho que me duele todo esto. Por favor Cary, entiéndeme, no sabes cómo me siento.
Y entonces, claro está, lo entendí todo. La mierda de vida que me había tocado en suerte; las constantes y permanentes burlas que el destino se empeñaba en jugarme; el eterno abandono al que los hados me habían condenado y la interminable mala suerte que nunca había dejado de perseguirme. Y estallé, estallé con una rabia acumulada de años y años.
—¿Qué no sé cómo te sientes? —le grité tratando de ahogar el dolor que me consumía por dentro— ¡Claro que no sé cómo te sientes! ¡Si ni siquiera te conozco! No sos nada ni nadie Eugène, ¿me escuchas? ¡Nada! ¿Y sabes por qué? ¡Quizás porque estabas demasiado ocupada enamorándote de algún idiota mientras yo pasaba el invierno durmiendo en la sala de espera de un hospital!
Ella me miró, con sus dos enormes ojos verdes perlados por las lágrimas y la palidez de su rostro que la asemejaba a un espíritu. Nunca la vi tan frágil y delicada; parecía una débil y enfermiza rosa blanca siendo sacudida por un viento despiadado, pero aquello en lugar de tranquilizarme me enfureció aún más.
—¿Cómo se llama él? ¡Quiero saberlo! —seguí exclamando, pero ella se limitaba a llorare en silencio y no me respondía ni media palabra —¡Maldita sea Eugène, al menos me merezco saber su nombre!
—Alfred —logró finalmente balbucear ella. Sus ojos se habían desencajado por el miedo y su mano buscaba frenéticamente la manija de la puerta—. Se llama Alfred. Pero escúchame Cary, hay algo más que quiero decirte…
—¡Cary y una mierda! ¡Cary no existe tampoco! ¿Me oyes? Fue un sueño nomás, sólo un sueño; igual que tu. No quiero volver a verte nunca más Eugène, lo digo en serio…
Pero ella no se movía. Parecía congelada en la habitación, y sus labios se crispaban como si pugnaran por decirme algo que su mente se empeñaba en guardar en secreto.
Aquello fue demasiado para mí.
—Maldita sea Eugène. ¿A qué esperas? ¿Te interesa saber lo mucho que te odio? –le dije finalmente citando a su actriz favorita--. Te odio de tal modo que buscaría mi perdición para destruirte conmigo.
Fue entonces cuando, por fin, se decidió a abrir la puerta y salir de la habitación.
—Pues yo Cary –me dijo antes de irse, con la voz entrecortada por el llanto y una tos y dolorosa—, te sigo amando como siempre, aunque jamás puedas entenderme.
Y se marchó del hospital, dejándome sólo con mi pena, una madre que desvariaba y el recuerdo engañoso de un amor que jamás había sido tal.
“Siempre nos quedará Paris”, me había prometido ella una vez a modo de consuelo, y yo –idiota de mí- hasta le creí.
No recuerdo cómo pasé la tarde. Si sé que lloré, y mucho; que me rompí los nudillos golpeando paredes que no se doblegaban ante mi furia, y que le prometí a Dios que algún día se las tendría que ver conmigo. Y luego, como siempre, acabé por resignarme; después de todo, tras la tormenta siempre llega la tensa calma de la espera.
Por suerte, o desgracia, no debí ejercitar demasiado la paciencia, porque aquella misma noche, ironías del destino mediante, volví a verla.
Luego de descargar mi rabia con todo aquel que se cruzara en mi camino, había acabado por decidir que tenía que salir si o si de ese hospital para tratar de aclarar mis ideas y, aunque no sé bien los cómos y los por qué, lo cierto es que de repente me descubrí pisando la arena de nuestra pequeña cala secreta.
Y allí estaba ella, sujetada quizás por la burlesca mano de los hados, caminando también por la playa que, apenas un año atrás, nos había visto amarnos con la pasión de los grandes amores.
Siempre he sido débil, lo sé, y quizás por eso es que no pude evitar acercarme a su lado.
—Cary… —me saludó con tristeza. Sus ojos estaban más verdes que nunca y las profundas ojeras que tenía traicionaban una tarde entera de llanto. No obstante en aquel momento parecía tranquila.
—Eugène —le respondí con toda la frialdad que pude fingir—. Qué curioso verte por aquí. Cualquiera diría que ya lo habías olvidado.
—Nunca se te ha dado muy bien el sarcasmo, Cary --dijo ella sentándose sobre la blanca arena—. Lo tuyo siempre fue la poesía. ¿Crees que podemos hablar dos minutos como personas civilizadas?
Enarqué una ceja en un gesto que pretendía ser entre irónico y desconfiado.
—¿Hablar de qué?
—De todo —me contestó—. Y de nada. De ti, de mi, del por qué de mi decisión…
Ese era el momento que llevaba toda la tarde esperando, y me senté a su lado dispuesto a aprovecharlo.
—Bien, hablemos entonces. Estoy realmente intrigado
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Quiero saber el por qué. Quiero saber cómo saca fuerza uno para hechizar de amor al otro y, sin previo aviso ni nada que se le parezca, luego abandonarlo para siempre. Quiero saber la verdad.
—La verdad… La verdad podría hacerte daño, mucho daño Cary. –Me advirtió Eugène.
Yo me reí sin gracia, e hice una mueca amarga.
—¿Más aun? —Pregunté, y entonces ella se echó a llorar de nuevo.
—Es mi culpa, lo sé --dijo entre lágrimas, mientras me buscaba con la mirada—. Pero créeme Cary, no fue una decisión fácil y estoy segura de que es lo mejor para los dos. Algún día quizás lo entenderás.
Mis ojos se prendaron con los suyos y, como por parte de magia, todo mi enojo desapareció; en su lugar, sólo quedó una tristeza infinita.
—No es tu culpa —le dije reviviendo en mi mente las imágenes de “Tu y yo”, el film que habíamos visto el día que nos conociéramos—. No es culpa de nadie de hecho. O quizás sí, quizás sea culpa mía. Yo estaba mirando hacia arriba, buscaba con mis ojos el cielo y tú estabas allí y yo, como siempre, cometí el error de creer en lo imposible. —Lentamente me levanté de su lado—. Pero he crecido ya, y me he dado cuenta que no existen los cuentos de hadas. Eso te lo debo a ti Eugène, así que gracias al fin y al cabo. Ojalá nos volvamos a ver algún día, tu sabes, quizás en otra vida.
—Cary ¿te estás escuchando? ¿estás bien? —pareció preocuparse ella, y yo volví a odiarla por hacer esa pregunta.
—Todo lo bien que se puede estar habida cuenta de que jamás fuiste sincera conmigo. No te preocupes Eugène, la noche siempre es más oscura antes del amanecer.
Y fue en ese momento exacto en que lo entendí. Por mucho que me costara debía apartarme de su lado, comenzar el duelo y rehacer mi vida; por lo que la despedí con un beso en la mejilla y luego, con pasos lentos y vencidos, me encaminé hacia el pueblo.
—¡Espera! —me gritó desde lejos—. ¡Cary espera! Hay algo más, algo que llevo toda la tarde queriendo decirte.
Me volví hacia ella. Ya era demasiado tarde.
—Francamente querida —le dije usando las frases finales de Gable en “Lo que el viento se llevó”—, me importa una mierda.
Y me marché para siempre, dejándola sola junto al mar, sus lágrimas y sus remordimientos.
Pasé tres días más en el hospital sin saber nada de ella, los tres días más dolorosos de mi vida, hasta que una tarde, por fin, una de las enfermeras se me acercó con un trozo de papel en la mano.
—Es para ti —me dijo—. Lo dejó una chica rubia que tosía demasiado.
Mentiría si dijera que mis manos no temblaban cuando desarrugué la hoja.

“Tenías razón, no fui sincera contigo, y lo lamento mucho.” Comenzaba diciendo la nota. “Pero, pienses lo que pienses, siempre te he amado. Las mujeres, como dijo Marilyn una vez, en ocasiones somos egoístas, impacientes y un poco inseguras; cometemos errores, perdemos el control y a veces somos difíciles de lidiar, pero no por ello amamos con menos fuerza. Te mereces un pedido de disculpas Cary; un pedido de disculpas y una explicación ¿Puedes encontrarme dentro del cine esta noche? Quizás, en realidad, lo único que quiero es despedirte y volver a besarte antes que sea demasiado tarde.
PD: Entenderé sino vienes. Además, ya lo sabes, pase lo que pase, siempre nos quedará Paris…”

Arrugué el papel con el puño y rompí su nota en mil pedazos. Ella, había comprendido al fin, no era Ilsa Llund y yo, pese a que a veces me esforzara en olvidarlo, en nada me parecía a Rick Blair. ¿Qué sentido tenía entonces seguir torturándome con el recuerdo de un imposible?
No acudí aquella noche a la cita que me había suplicado y hoy, tantos años después, todavía me arrepiento de haberme perdido aquel último beso.
Al día siguiente, descubrí al despertarme el hospital era un hervidero de gente. El tren nocturno, me dijo una de las secretarias, había descarrilado a pocos kilómetros del pueblo, y eran muchos los heridos y aun más los muertos.
Un oscuro presentimiento me consumió por dentro, y la culpa me asfixió, Una vez más, al parecer, el destino me gastaba una asquerosa jugarreta
Corrí, como un desesperado, hasta la sala de urgencias y allí la vi, recostada sobre una camilla, con sus largos cabellos dorados enrojecidos por la sangre y los labios pálidos, exangües. Sus ojos esmeraldas parecían a punto de cerrarse.
—Cary —alcanzó a susurrar entrecortadamente cuando me vio—. Sabía que podríamos despedirnos. —Una tenue sonrisa se había abierto camino por su rostro maltrecho —Perdóname Cary, por todo…
Antes de que tuviera tiempo de decirle nada una de las enfermeras cogió su camilla y la arrastró hacia el interior del quirófano. Nunca más volví a verla con vida.
Lo que duele más que un adiós es una partida sin poder siquiera decirlo. Un alejamiento en silencio, sin palabra; una despedida que no puede culminarse. Ese duro momento en que uno comprende, con la resignación que da el saberse atado de pies y manos, que ya jamás podrá decir aquellas últimas palabras que quedaron pendientes.
Esa misma tarde sus padres acudieron al pueblo para participar del funeral popular que el alcalde ofreció en honor a los fallecidos, y fueron ellos lo que me contaron la verdad de lo sucedido.
Eugène tenía, desde niña, una rara enfermedad terminal, y aquel último invierno los médicos le habían pronosticado que jamás lograría cumplir los veinte.
Había estado muy enamorada de mí, o eso al menos me dijeron, pero no podía tolerar la idea de cargarme con su pena. Y fue por ese entonces que conoció al tal Alfred. No lo amaba, pero él era simpático con ella, la cuidaba, la quería y estaba mucho más preparado que yo para enfrentarse a su ausencia.
Eugène sabía, con esa lógica que jamás logró explicarme, que yo me estaba enamorando de ella y que, de seguir por ese camino, podía llegar a morirme si algún día me faltaba.
Según me aseguró su padre ella pensaba, ingenuamente quizás, que sería mejor para mí la pena de una ruptura, antes que la eterna agonía de verla consumirse hasta la muerte. Además, le había confesado a él, yo ya había tenido demasiado cuidando a mi madre; no sería justo obligarme a velarla también a ella.
—Te amaba demasiado –me dijo la madre con los ojos nublados por el llanto—. Siempre decía que era afortunada por haber conocido al propio Cary Grant. No te quería hacer sufrir.
“Pues no lo logró”, pensé para mis adentros sintiendo como las lágrimas me nublaban la vista, “no lo logró”.
Aquel fue el momento en que comprendí, con absoluta certezam que la vida era una jodida mierda.
—Ten —me dijo el padre alargándome un sobre cerrado—esto estaba entre sus valijas. Es para ti.
Cogí la carta y la escondí entre mis ropas, no me sentía capaz de leer sus últimas palabras.
Fueron muchos los que aquella tarde se despidieron de sus seres queridos, y cuando finalmente me tocó a mí el turno de pronunciar un epitafio sólo pude decir con vos entrecortada:
—A veces se tarda sólo un minuto en decir hola, y toda una vida en decir adiós. —por fin comprendía la amarga realidad que había enloquecido a mi madre—. Adiós Eugène –agregué recordando su último suspiro--, perdóname a mí también, por todo…
Y me marché para siempre de aquel pueblo maldito que se había devorado mi niñez. No regresé, siquiera, cuando me llegó la noticia de que mi madre agonizaba.
Fui injusto, lo sé, pero no estuve allí cuando la enterraron, con su ya deshilachado vestido de gala y su peinado de domingo, junto a la tumba vacía de su amado.
Tampoco volví cuando supe que demolerían el viejo cine de mi infancia, y no permití que me afectara la noticia del traslado de los cuerpos de las víctimas del accidente.
Me hice grande, conocí el mundo, yací con muchas mujeres, me labré un nombre importante y puse todos mis empeños en olvidar el estigma de mi pasado; pero no pude. Eugène, hiciera yo lo que hiciera, se seguía apareciendo en mis sueños.
A pesar de ello, durante muchos años no volví a pisar un cine, y le rehuí a todas las películas, hasta que por fin hace un par de noches la tentación fue demasiado fuerte.
En una pequeña calle polvorienta, de esas que a menudo uno encuentra perdidas en las grandes ciudades, me topé –casi por casualidad- con un diminuto cine similar al que yo tanto había amado, y antes de que me hubiera dado cuenta ya había logrado colarme en su interior.
En realidad, descubrí, no se parecía en nada a la sala de mi adolescencia, pero la película que rodaban era muy buena, y por un instante logré olvidar mi eterna pena.
“De amor también se muere” rezaba su título, y aunque aquello me pareció una broma de mal gusto del destino, he de reconocer que por un par de horas volví a ser el niño que se escondía tras las butacas desvencijadas. Llegué a sentir, incluso, que ella estaba allí a mi lado, riéndose conmigo con las escenas más divertidas, y llorando las mismas lágrimas antes las desventuras de los enamorados.
Aquella noche, de regreso en mi casa, me atreví por fin a abrir la última carta que ella me había escrito. Dijera lo que dijera, pensé erróneamente, ya nada podía lastimarme.

“¿Quieres saber Cary que es lo que siempre me ha gustado de ti?” leí e inmediatamente las lágrimas del recuerdo acudieron prestas a mis ojos. “Que tardaste más de una semana en atreverte a hablarme; que me miras a los ojos y pareces querer hundirte en ellos; que improvisas poesía con cada uno de tus movimientos; que me provocas ternura, sobre todo cuando parece más aniñado de lo que realmente eres; que eres guapo y te parezco guapa; que me quieres cuando nadie más se atrevió a hacerlo; que lloraste y me maldijiste cuando tuve que abandonarte; que tus ojos dulces nunca me hacen sentir sola; que estas de igual atrapado que yo en una vida que te es esquiva; que creíste, junto conmigo, en la promesa de un París posible.”

Y fue entonces cuando lo entendí todo. Que éramos en realidad dos cuerpos con una sola alma, y que desde el día en que aquel maldito tren descarriló yo jamás había vuelto a estar completo.
Es por eso Eugène, querida mía, que hoy estoy aquí, en la secreta cala que descubrimos aquella noche, caminando lentamente hacia el mar, deseando que me envuelva en su abrazo sin fin.
Los cerezos están en flor, como los estuvieron hace tantos veranos, y con cada paso que doy siento tus labios cada vez más cerca. Tengo incluso la impresión de que he vuelto a tener quince años.
Un millón de palabras no pueden hacer que vuelvas, lo sé porque lo he intentado. Tampoco un millón de lágrimas. Lo sé porque he llorado hasta no poder más. Pero quizás sea yo el que tenga que ir hasta ti y tú la que durante todos estos años me ha estado esperando.
Porque me estarás esperando ¿verdad? Ya me imagino, incluso, tu sonrisa divertida y tus mohines de una niña que se niega a crecer. Sé que me dirás, citando a “Desayuno con diamantes”, que una persona no puede pertenecerle a nadie y que no dejarás que yo te enjaule, y sé también que, con mi mejor disfraz de George Peppard, lograré convencerte de lo difícil que es no amarte.
¿Sabes Eugène? El agua esta particularmente fría esta noche, y en su oscuro color verde parecieran reflejarse tus ojos color esmeralda. Tengo miedo, es cierto, pero me reconforta también la esperanza de volver a estrecharte pronto entre mis brazos. Después de todo, como tú misma dijiste, siempre nos quedará París  nuestro París, el tuyo y el mío.

8 comentarios:

  1. Justamente el otro día la estaban pasando en la televisión...Debo decir que aunque tenga 20 años, Casablanca es una de mis peliculas preferidas...Soy una romantica sin remedio jaja...Perdón que demore en contestar tu mensaje, ando muy ocupada trabajando y a veces olvido el blog...Pero muchsiimas gracias por leerlo, y espero te haya gustado.
    Un abrazo grande!

    Ah, por cierto, mi nombre no es Blancangel, es tan solo un seudónimo ;)

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  2. Blancangel: Pues yo tengo 22 y cada vez que la veo suelto un lagrimón. Como ves no hay edades para esta película y los románticos incurables somos dos. Muchas gracias por pasarte por aquí.

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  3. Esta bien que no sepas mi nombre...me gusta el misterio :) Muchas gracias por leer mis entradas. Quizás tengas razón y sea cierto aquel refrán que dice "Donde hubo fuego cenizas quedan"...Me asombra que hayas reconocido aquellas pequeñas frases alusivas a Ismael, una sorpresa agradable diría yo.
    De nuevo, gracias por tu visita.
    Un beso grande.

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  4. Para mí, una de las mejores películas que se han hecho. No me cansa, me enamora cada vez que la veo, y por si fuera poco, me emociona más de una escena.

    Un abrazo, Fernando!

    Alma

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  5. Un verdadero acto de amor el de Eugène, ese amor incondicional en el que la felicidad del otro se antepone a todo, y aun produciendo ese dolor, no sería tanto como la perdida de un amor ya consolidado. A veces la vida nos expone a esas tesituras, pero supongo que nada es en balde, todo sucede por algo, y aunque a veces la vida nos parece un absurdo y estratégico juego macabro, cada paso y experiencia sufrida, nos hace entender y valorar quizás mas las cosas que nos rodean. Aprendemos y nos hacemos fuertes, y por más dolor al que estar sometido, siempre, siempre, nos quedará París, y esa será siempre la razón que nos empuje a los soñadores a no dejar nunca de soñar, y vivir, con y por esos sueños, motivo y eje de nuestra existencia.

    Ha sido un placer leerte amigo,

    Un abrazo! ;-)

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  6. Vuelvo para desearte felicidad en estos días navideños que nos llegan mi querido amigo…

    Un abrazo grande y sincero…sé feliz ;-)

    Muacksss!!!

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  7. Me atrapó tu historia cuando sólo quería mirar tu blog un minuto. me conmovió mucho algo "decimos hola en minuto y después estamos toda la vida diciendo adiós"
    Entiendo eso. Conmueve mucho..

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  8. Hola! Esta vez pasaba solo para comentarte que premié a tu blog con un liebster award. Espero poder ayudar con ello, te dejo el link a mi blog para que puedas echarle un vistazo a esta mención, y tal vez también te interese participar: http://elreinadodelcaos.blogspot.com
    Gracias y saludos!

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