El año que siguió a ese momento fue excepcionalmente duro,
al menos para los que vivíamos en aquel pequeño pueblo. El otoño llegó pronto,
la pesca fue mala, el tren interrumpió sus viajes y las nevadas del invierno
nos tuvieron a todos encerrados en nuestras casas hasta bien entrada la
primavera. Hasta el pequeño cine que me servía de escondite se vio obligado a
atrancar sus puertas por tiempo indefinido, y aquello me dolió tanto como la
partida de Eugène.
Me acostumbré entonces a vagar solitario por los rincones de
mi cuarto, repitiendo una y otra vez los diálogos de aquellos films que habían
quedado impresos en mi memoria:
—¿Te has olvidado de lo que es vivir sin dinero? —le
preguntaba, histriónico, a las almohadas de mi cama—. Me he dado cuenta de que
el dinero es la cosa más importante en el mundo, y no estoy dispuesto a que me
vuelva a faltar. —Insistía con gestos grandilocuentes y ademanes pomposos―.
Aunque tenga que matar, engañar o robar ―agregaba, obsequiándole a las frías
paredes mi mejor interpretación de “Lo que el viento de llevó”― a Dios pongo
por testigo de que jamás volveré a pasar hambre.
De vez en cuando mi madre se asomaba en la habitación, oía
mis enfebrecidos soliloquios y meneaba la cabeza con preocupación.
—Oh Peter —murmuraba por lo bajo en una especie de letanía
sin fin —este chico y yo te necesitamos más que nunca. ¿Cuánto tiempo más
tardarás en volver?
Y entonces, súbitamente, mi pecho se desinflaba como herido
por la flecha de William Tell, y me olvidaba hasta del recuerdo de Eugène.
A veces, lo juro, me invadía un impulso irrefrenable de
acercarme a mi madre y llorar también sus lágrimas; o, aun peor, gritarle y
decirle que ya era suficiente, que ella no era ninguna heroína clásica y que a
mí no me sentaba bien el papel de Telémaco. Deseaba, mas que ninguna otra cosa,
tener el valor suficiente para acercarme a su lado y suplicarle que rehiciera
de una maldita vez su vida o, al menos, que no siguiera lastrando la mía con su
pena.
Sin embargo siempre he sido cobarde y, pese a lo mucho que
lo intente, jamás logré encontrar el coraje necesario para sacudirla de su
demencia.
Ahora, muchos años más tarde, comprendo al fin que los dos
teníamos nuestras propias locuras, y que –aunque en aquel momento no lo
supiéramos- inmersos como estábamos en nuestros mundos de fantasía éramos
realmente felices.
De todos modos, y por mucho que mi razón se rebelara ante
aquel orden antinatural de las cosas, ella seguía siendo mi madre; y al verla
deslizarse por la casa, con sus caminares perdidos, como un fantasma que no
quiere resignarse a su incorporeidad, un nudo del tamaño del mundo entero se me
formaba en el estómago.
Hubo una tarde, incluso, en que sin saber bien porqué me
senté a su lado, le cogí la mano y traté de penetrar en el silencio de su
dolor. Afuera, tras los cristales, la tormenta que nos había castigado durante
todo el invierno arreciaba con su furia, y dentro de la casa una atmósfera de
serena melancolía brotaba de las cortinas.
—Háblame de mi padre —le dije sabiendo que eran aquellas las
palabras que ella había querido oír durante los últimos quince años.
Mi madre sonrió. Creo que fue esa la única vez que la
alegría iluminó su rostro; y, cuando por fin sus labios volvieron a sellarse en
su sempiterna mueca de desengaño, todavía tuvo fuerza para ir hasta su
habitación, revolver unos cuantos baúles y regresar, finalmente, con un inmenso
álbum de fotos que desplegó, cual velamen de un navío, delante de mis ojos.
Aquella noche, si la memoria no me engaña, cuando por fin
logré conciliar el sueño tenía los ojos enrojecidos por el llanto. El que pocos
años más tarde acabará sufriendo la angustia de una tristeza similar sólo
demuestra que los dioses, el destino, el hado, el sino trágico, o quien sea que
rija nuestras vida, tiene un sentido del humor de lo más particular.
Finalmente el invierno acabó, como lo hacen todos los
inviernos. Los cerezos del pueblo se tiñeron con el rosa de la primavera y el
cine volvió a abrir sus puertas. El tren reanudó su marcha, los pequeños botes
de pesca volvieron hacerse a la mar y mi madre y yo, por suerte para ambos,
pudimos por fin escapar de aquel lúgubre encierro y de nuestra mutua compañía.
La primera película que proyectaron durante la reapertura
fue, si no me traicionan mis recuerdos de anciano, “Cantando bajo la lluvia”, y
al ver a una pareja de enamorados bailando en el aguacero recordé, de repente,
a Eugène y una nostálgica sensación de añoranza se adueñó de mi corazón.
Por suerte para mí ella cumplió su muda promesa y regresó
aquel verano.
Estaba cambiada, o al menos así me lo pareció. Más alta, más
seria, más madura; hasta su cuerpo había adoptado las curvas de una mujer hecha
y derecha que no se correspondían con sus pocos años. Pero al verme su rostro
recuperó la frescura de la infancia, y volvió a esbozar la misma sonrisa
desvergonzada con la que me había despedido un año atrás.
Durante largas horas había fantaseado con aquel momento,
imaginando -en mi mente- mil y un escenarios posibles para nuestro reencuentro.
A veces era yo el que corría hasta su lado, con la premura del que se ha
tropezado con lo que creía perdido, y en otras -las menos- me limitaba a
observarla en silencio, esbozando la impávida mirada de John Garfield, a la
espera de que fuera ella la que derramara las primeras lágrimas.
Sin embargo, su simple presencia bastó para echar por tierra
todos mis planes, y de repente me invadió una incomprensible timidez.
La sonrisa de Eugène ardía en aquella oscura sala como el
faro de Alejandría pero yo, cobarde como siempre, no me atreví a correr hasta
ella, ni tampoco a gritar su nombre hasta que el eco de las paredes nos
aturdiera a todos. Atiné, tan sólo, a saludarla desde lejos, con un frío ademán
de la mano, y mientras lo hacía comprendí, por fin, que todos mis dorados
planes habían sido sólo los últimos estertores de una infancia que agonizaba.
Ambos éramos grande ya, traté de convencerme a mi mismo, y
no teníamos edad para cuchichear por el pasillo arruinándoles la función a los
demás, por lo que, mientras la cinta de celuloide desgranaba las imágenes de
“Desayuno con diamantes”, mantuve la compostura y me quedé inmóvil sobre mi
desvencijada butaca.
Cuando por fin los últimos créditos invadieron la pantalla,
fue ella la que se acercó a mi lado.
—¿Me has esperado? —Me preguntó, y nunca pude saber si la
ansiedad que ardía en su mirada era real o un imaginario producto de mi deseo.
Guardé silencio durante unos instantes. Aquella era una
pregunta sencilla, pero yo ya estaba acostumbrado a que con Eugène las cosas
nunca eran tan fáciles como parecían.
—¿Tu que crees? —contesté finalmente yo, a la desesperada,
para ganar algo de tiempo. Mi corazón seguía ardiendo por ella, pero no estaba
muy seguro de lo que debía contestar. ¿Si le confesaba mi amor y ella no me
correspondía? O aun peor ¿dónde podría esconderme si ella se echaba a reír ante
mi improvisada revelación?
—¡Oh! —dijo Eugène algo sorprendida por mi respuesta, y sus
labios se fruncieron decepcionados. ¿Qué ha sido de Cary, el pequeño poeta?
—Ha crecido, supongo. Como todos, incluida tú. Peter Pan
sólo puede existir en Nunca Jamás, eso lo saben todos.
Un delicioso mohín de disgusto se pintó en su semblante.
—Demasiado prosaico, no era así como te recordaba. –Hizo una
larga pausa y por un instante temí que se marchara—. Sin embargo —agregó por
fin tras un silencio que se me antojó eterno— no has contestado mi pregunta:
¿Me esperaste?...
Su transformación, descubrí al escucharla, no era sólo
física sino también mental, y me di cuenta que estaba a punto de abandonarme.
Si no permitía que mis sentimientos por ella vieran la luz,
entendí de repente, huiría para siempre de aquel oscuro cine y yo jamás podría
perdonármelo.
—Por supuesto que te he esperado —me decidí a jugármela el
todo por el todo—. Jamás el invierno fue tan largo –confesé por fin, sintiendo
que me ardían las mejillas.
Ella esbozó una sonrisa risueña.
—En el fondo no has cambiado Cary…
Yo la miré a sus profundos ojos verdes, y estoy seguro de
que mis palabras sonaron tristes.
—No me querrías si lo hiciera ¿verdad?
—¿Tu seguirías amando a este cine si lo transformaran en una
tienda?
Negué con la cabeza comprendiendo a donde quería llegar.
—Y si prometiera no cambiar --le pregunté con toda la
frescura e ingenuidad de la adolescencia― ¿Serías mía por siempre?
La risa repentina de Eugène sacudió los sueños dormidos que
atesoraba aquella sala.
—¿Crees acaso que te pertenezco?― Me preguntó, con ademán
sugerente, cuando logró por fin logró controlar sus carcajadas. Yo no era
precisamente una lumbrera, pero no hacía falta ser muy inteligente para darse
cuenta que estaba copiando la frases exactas de la heroína de la película que
acabábamos de ver.
—¿Me lees la mente? Exactamente es eso lo que me gustaría
creer —contesté siguiéndole el juego.
—Pues no se como lo haces, pero hasta consigues que esa
perspectiva suene halagüeña —reflexionó ella apartándose bastante del libreto―
¿Me prometes no cambiar entonces?
—¿Me prometes ser mía por siempre? —contraataque yo, sin
estar muy seguro de si Eugène hablaba en serio o en chanza.
—Por supuesto que no –se rió ella. Al parecer se divertía
sinceramente con todo aquello― ¿Quién en su sano juicio puede prometer algo
así? Sólo el tiempo sabe lo…
No pudo continuar porque un súbito acceso de tos ahogó su
risa y la obligó a doblarse por la mitad.
No supe que hacer, lo reconozco, nunca había visto a nadie
toser de aquella forma y durante tanto tiempo. Eran tan fuertes sus espasmos
que por un instante me aterró la idea de que muriera allí mismo, ante mis manos
incapaces y mi mirada impotente.
Estoy seguro que de haber encarnado las pieles de Marlon
Brando o Paul Newman me las hubiera ingeniado, con las artimañas de las que
siempre hacían gala en la gran pantalla, para sostenerla entre mis brazos
protectores mientras le ofrecía galante un pañuelo. Pero yo era tan sólo un
pobre muchacho demasiado asustado como para hacer nada y, mientras el pánico se
extendía por el cuerpo, me quedé en silencio, con el rostro demudado por la
preocupación, aguardando a la desesperada que ella dejara de toser.
―¿Estás bien? ―le pregunté alarmado cuando por fin logró
recuperar la respiración.
Ella asintió con la cabeza.
—No es nada —contestó entre jadeos entrecortados—. Ya se me
pasará, no te preocupes.
«¿Cómo puedes pretender que no me preocupe?», quise decirle
con enojo. Pero antes de que hubiera podido reprenderla sus labios se
encontraron con los míos y de repente ya nada más importó.
Nos besamos con la avidez de quienes se han deseado durante
largos meses; con la desesperación de quienes se creían perdidos; con la locura
de quienes temieron haber despertado de un hermoso sueño, y aquella tarde, por
primera vez desde que nos conociéramos, abandonamos el cine juntos y dimos un
paseo por el pueblo tomados de la mano.
—¿Qué es lo que más deseas? —me preguntó una noche, a la
sombra de un acantilado, mientras veíamos las olas estrellarse contra los
peñascos.
Recuerdo que me tomé un largo instante para meditar, y es
por eso que sé, a ciencia cierta, que la respuesta que di fue la más sincera
que pude encontrar:
—Desearía nunca haberte conocido —admití, e incluso a mis
propios oídos las palabras sonaron demasiado apenadas—. Porque así podría irme
a dormir todas las noches sin la angustia de saber que hay alguien como tú allí
afuera…
Ella me miró con extrañeza.
—¿Sabes? ―señaló por fin― eres realmente un chico raro. La
mayoría hubiera pedido dinero, un viaje, fama, belleza o incluso una noche
junto a su mujer soñada; pero tu, en cambio, sólo quieres olvidar. ¿Por qué?
—Porque ya he probado en carne propia el sabor de las
pérdidas —suspiré yo, y en aquel momento mi mente se oscureció con el recuerdo
de una silueta que esperaba bajo una ventana―. ¿Qué sería de mí si el día de
mañana te perdiera? ¿Qué sería de nosotros si ya no volviéramos a vernos?
—Si algo nos pasara a cualquiera de los dos― contestó Eugène
evocando a Casablanca― siempre nos quedará parís. Eso será eterno—. Y no supe
si alegrarme ante su promesa o desconsolarme por la triste premonición que
irradiaban aquellas palabras.
Transcurrieron así las semanas más felices y, al mismo
tiempo, las más angustiantes de mi corta existencia. Todo comienzo, tarde o
temprano, tiene un final, y mientras los días se sucedían en una rápida
proyección de películas, besos y paseos por la playa, yo comenzaba a comprender
con tristeza que pronto aquel verano se habría perdido para siempre.
—A ti te pasa algo —me dijo mi madre en uno de sus escasos
momentos de lucidez—. Ya no pareces el mismo de siempre.
¿Cómo podía explicarle la inmensidad de todo cuanto estaba
ocurriendo si seguramente ella seguía pensando en mi como el niño que aun
esperaba a su padre?
—No me pasa nada, en serio. —Le mentí tratando de
tranquilizarla.
Ella arrugó su marchito entrecejo.
—Quizás nunca haya estado para ti cuando lo necesitabas
—dijo, y sentí tristeza ante la mirada mustia que se adueñó de su rostro— pero
soy tu madre, te llevé en mi vientre y sé cuando algo te ocurre.
Me encogí de hombros fingiendo incomprensión.
—Soy feliz, quizás sea eso…
No sé si me creyó o no, pero su mirada adoptó de improviso
una expresión melancólica y luego sus ojos se perdieron tras los cristales de
la ventana.
—Nosotros también éramos felices hijo, muy felices, y luego
el barco de tu padre se hundió en el mar. Hazme caso, desconfía de la
felicidad…
Aquel súbito arranque de entendimiento me cogió totalmente
por sorpresa. Era la primera vez, en muchos años, que la escuchaba reconocer el
naufragio de mi padre y, mientras me esforzaba por salir de mi azoramiento, me
permití por un instante concebir la esperanza de que por fin hubiera logrado
superarlo.
Una vez más, y como siempre a lo largo de mi vida, estaba
equivocado.
—De todos modos entiendo que no quieras contarme lo que te
pasa, yo soy sólo una mujer—continuó ella sin darse cuenta de su anterior
lucidez— pero ya pronto regresará tu padre y él, de seguro, sabrá adivinar lo
que te ocurre.
Yo asentí con la cabeza, disimulé una lágrima y la besé en
la frente antes de irme corriendo. Ella olía a perfume, como siempre; a rosas y
jazmines, la colonia favorita de mi padre; Pero el aroma no era ya dulce y
fresco sino denso y pegajoso. Con el tiempo, al parecer, la fragancia también
había acabado por marchitarse.
Reconozco que aquella tarde no me sentí con fuerzas siquiera
para ir al cine. Pero el verano estaba llegando a su fin, y no quería perderme
ni tan sólo una hora de la compañía de Eugène, por lo que me si bien no entré a
la sala me senté cabizbajo en el marco exterior de la puerta, esperando a que
ella saliera.
Su desconcierto al verme fue tan grande que por un instante
olvidé mi pena, pero luego todo regresó a mi memoria, y cuando ella me abrazó
dos gruesas lágrimas rodaron por mi mejilla. Siempre he sido muy emocional,
demasiado incluso, pero aquella era la primera vez que Eugène me veía llorar y
yo me sentía morir de la vergüenza.
Ella, sin embargo, pareció tomarse las cosas con calma; me
llevó de la mano hasta la sombra de un bosquecillo de cerezos y allí, ocultos a
la mirada de todo el mundo, me pidió que le contara lo que me pasaba.
Lo último que recuerdo de aquella noche es su dulce voz
arrullándome quedamente, mientras por lo bajo me decía que sí, que lo entendía,
y que todo habría de salir mejor.
Finalmente llegó Marzo y junto con él el equinoccio. Aquel
breve estío había transcurrido incluso más deprisa que el anterior, aunque
parezca imposible, y cuando nos quisimos acordar ya había llegado la hora de
rehacer las valijas.
Para despedirnos nos citamos, como no podía ser de otra
forma, en el pequeño cine de siempre; y mientras afuera el sol agonizaba con
sus últimos rayos, nosotros comenzábamos a comprender que aquel podía ser el
fin que ninguno había deseado. El triste desenlace que jamás se mostraba en las
películas.
En la descascarada pantalla Rita Hayworth encarnaba a la
Gilda de mis sueños, y mientras la platea masculina vibraba con sus sensuales
movimientos, Eugène suspiraba adormilada sobre mi pecho.
—Odio las despedidas—dijo quedamente, y yo asentí en
silencio sin poder apartar mi vista de su mirada color esmeralda. En aquel
momento, me parece rememorar, ni siquiera me importó que la actriz más sensual
de todo Hollywood estuviera desprendiéndose de su largo guante negro, yo sólo
tenía ojos para Eugène.
Cuando terminó la función los dos partimos, en silencio,
rumbo a una pequeña cala escondida que habíamos descubierto. Sabíamos que era
nuestra última noche juntos y aquella certeza nos consumía por dentro.
Allí, con el rugido del mar de fondo y la brisa arañando
nuestros rostros, nos envolvimos en un beso eterno.
De repente, y sin que mediara ninguna palabra, sus manos se
deslizaron por mi cuerpo y las mías desabotonaron el escote de su vestido.
—¡Espera!—Dijo ella antes que tuviera tiempo de desnudarla
por completo. Me di cuenta que su rostro estaba enrojecido y que a duras penas
reprimía un inoportuno acceso de tos—. Dame un minuto Cary…-
—¿Pasa algo? —pregunté yo.
—Es que no he estado nunca a solas con un hombre, ni
siquiera vestida –se sonrió ella con picardía mientras parafraseaba a
“Vacaciones en Roma”—. En ropa interior debe ser aun más extraño…
—No tenemos que hacer nada que tu no quieras— me apresuré a
decir galante, aunque en aquel mismo instante un fuego devorador me recorría
todo el cuerpo.
Su risa cristalina espantó a las gaviotas.
—¿Y quien dijo que yo no quiero? Sólo estaba tratando de
recuperar el aliento —contestó con una sonrisa divertida, al tiempo que su boca
buscaba nuevamente a la mía.
Podría decir muchas cosas sobre aquella noche: que nuestros
cuerpos se entrelazaron con la pasión de la inocencia, y nuestro deseo halló su
colofón dentro las formas del otro. Que la luna fue testigo muda de la pasión
con la que nos amamos, y que la sal del mar bañó nuestro entusiasmo. Podría
incluso, si así lo quisiera, componer versos sobre la dulce arena de la playa,
decir que jamás volví a sentir el placer de aquel crepúsculo, e improvisar una
oda al ardor de los amores juveniles.
Sin embargo, es ese un recuerdo demasiado hermoso para mí, y
no creo que resultara justo compartirlo con nadie más. Por ello, en definitiva,
lo único que diré es que aquella noche nos acostamos siendo niños que jugaban
al amor y nos levantamos como adultos que dejaban atrás la infancia.
—¿Me amas Cary?—Creo recordar que me preguntó en un momento
de la noche.
—Amar es una palabra demasiado débil para lo que siento— le
contesté yo, repitiendo las palabras de otro film. Pero esta vez, aunque la
frase no fuera mía, el sentimiento me pertenecía por completo.
Al día siguiente, cuando desperté, el sol estaba alto ya en
el cielo, y Eugène se había ido de mi lado sin siquiera saludarme
Los besos más difíciles son siempre los últimos, y ella –al
parecer- había preferido no someternos a ambos a la tortura de una despedida
sin fin.
Regresé corriendo al pueblo, alimentando en mi pecho la
secreta esperanza de que aun no fuera demasiado tarde, pero cuando llegué hasta
el hotel donde se alojaban el botones me informó que ya habían partido.
—Se fueron con las primeras luces de la madrugada —me dijo—.
Si me lo preguntas te diré que parecía como si temieran que algo o alguien los
persiguiera.
Y volví a quedarme solo entonces, con todo un año por
delante y la añoranza de una única noche para paliar su ausencia.
Hermosa entrada, digna de ser leída mas de una vez
ResponderEliminarTremendo, Fantin!!! Casablanca es... es... me encanta. Coincido con Emanuel, es genial la entrada, asombroso el tiempo que inviertes y totalmente increible la forma en que nos atrapas. Sigue, por favor! Quiero la última parte!
ResponderEliminarEmanuel: Una vez más gracias por pasarte y por tus siempre elogiosos comentarios.
ResponderEliminarAlma: Me has dejado sin palabras (y eso no es fácil en alguien como yo). Gracias de corazón por esos hermosos elogios que me han conmovido