Las desgracias siempre vienen a pares, dijo un poeta alguna
vez, y en ese otoño tuve que lidiar no sólo con la ausencia de Eugène sino
también con el recrudecimiento de la alienación de mi madre.
Las primeras hojas de los árboles comenzaron a teñir los
caminos de colores pardos y rojizos cuando descubrí, con una dolorosa mezcla de
tristeza y resignación, que la autora de mis días ya no se levantaba de su
silla ni siquiera para ir a la cama. Aun peor, apenas si comía si yo no estaba
allí para obligarla, y sus ojos, pasase lo que pasase, permanecían siempre
fijos en el reflejo de los cristales.
En pocas semanas adelgazó varios kilos, las canas le
poblaron el cabello y su rostro se torno de un color amarillo macilento. Era,
sin lugar a dudas, la viva imagen de una Penélope consumida por la espera.
Más de una vez traté de obligarla a que se levantara; me
empeñé en llevarla al médico y le supliqué, incluso con malos modos, que
saliera a la calle a respirar aire freso, pero era en vano; ella siempre se
negaba.
—Tu padre pronto habrá de regresar —me decía una y otra vez
como si a fuerza de repetirlo pudiera acabar siendo verdad—, y debo estar aquí
para él. No quiero que piense que lo he olvidado.
Así que me encerré, más que nunca, en aquel pequeño cine que
había conocido épocas mejore y allí, contemplando durante horas los amores de
la generación dorada de Hollywood, traté de convencerme de que no había nada
por lo que preocuparse.
Pero no fue así, y es que la vida real siempre es mucho más
cruda que en las películas.
Una noche, tras las últimas nevadas de la estación, mi madre
no pudo sostenerse más en la silla y se desplomó sobre el suelo con un golpe
seco. Yo estaba en mi cuarto cuando sucedió aquello, pero oí el ruido de su
caída y al no obtener respuesta a mis gritos bajé las escaleras corriendo.
Me la encontré tendida en el frío piso, y sin apenas
respirar. Al parecer había perdido el conocimiento como producto del golpe, pero
yo no podía saberlo y durante un instante me consumió el temor de que agonizara
en mis propios brazos.
No recuerdo mucho de aquella noche. Sé que la cargué como
pude, al fin y al cabo pesaba menos que un fantasma, y con la fuerza que da la
desesperación salí a la calle.
No me importó siquiera que afuera hiciera un frío de mil
demonios, que el viento helado del invierno me azotara el pecho desnudo, ni que
la nieve se derritiera entre los dedos de mis pies descalzos. Lo único que
verdaderamente temía era que ella antes de que pudiera llevarla al hospital.
A decir verdad, no sé bien cuanto tardamos en llegar hasta
la clínica, pero puedo jurar que aquellas quince cuadras representaron los mil
quinientos metros más largos de mi vida.
Pero por fin llegamos hasta el pequeño hospital. Tenía los
dedos morados y probablemente al día siguiente cogería una gripe o, aun peor,
una pulmonía; pero mentiría si dijera que no suspiré con alivio cuando vi que
ella aun seguía respirando.
Allí le hicieron unos cuantos análisis, la conectaron a unos
tubos extraños que me recordaron a las malas películas de clase B y finalmente,
tras haber pasado toda la noche en vela, una enfermera se dignó a tranquilizar
mis nervios, asegurándome que mi madre no se había hecho ningún daño de
consideración.
Sin embargo, y empero a ello, me sugirió también la
conveniencia de dejarla internada allí, un par de días al menos, hasta que
hubiera recuperado las fuerzas.
—Es por su propio bien. —Me explico luego el anciano médico
del pueblo—. Si sigue sin comer lo mejor será que le inyectemos un suero, o
acabará por morir de inanición.
Yo asentí con la cabeza, aunque en el fondo no comprendía
del todo lo que me decía. Aun estaba atontado por el shock y el miedo que había
sufrido, y las palabras del facultativo me sonaban huecas a mis oídos; pero
ella estaba bien y eso era lo único que me importaba.
Aquel primer día lo pasé por completo en el hospital, pero
cuando la noche volvió a caer sobre nuestro pequeño pueblo una de las
enfermeras me convenció para que regresara a mi casa.
—Tienes que comer, dormir, bañarte y echarte algo de ropa
encima —me amonestó severa—. Aquí no sirves de nada, ni a tu madre ni a ti
mismo. Ya te avisaremos si presenta mejorías.
Y así fue como, por primera vez en mi corta vida, regresé a
un hogar que se hallaba vacío y cené en una sala donde ya no se percibía el
perfume rancio de las rosa y los jazmines. Nunca me sentí tan solo como aquella
noche.
Los “dos días” que había mencionado el médico se extendieron
hasta el infinito, y durante todo lo que duró el invierno no volví a ir al
cine. Pese a todos los esfuerzos que habían hecho los facultativos, las
enfermeras y las psiquiatras mi madre seguía negándose a comer, y si bien su
estado no empeoraba, tampoco mejoraba en absoluto, y su conciencia parecía cada
vez más ida de la realidad; el suero era lo único que aun la ataba a este
mundo.
Ya ni recuerdo la cantidad de pinchaduras que tenían sus
brazos, y la verdadera odisea que representaba, para la mano temblorosa del
anciano médico, inyectar la aguja en sus cada vez más delgadas venas.
Nunca fui un buen hijo con ella, lo reconozco, y ella
tampoco fue una buena madre. Siempre hubo una brecha que nos separó a ambos.
Pero aquel año, cuando por fin me di cuenta de que quizás su fin estaba cerca,
me sentí enormemente vacío; vacío, solo y aterrado, por muy egoísta que suene.
Uno nunca se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde, o al menos eso es
lo que siempre dicen todos.
De cualquier forma lo cierto es que ella, y aun en contra de
mis funestos presagios sobrevivió varias semanas. La primavera llegó y yo,
consumido como estaba por la preocupación, ni siquiera me di cuenta que tras
los vidrios del hospital los cerezos comenzaban a mostrar sus flores. Mi vida
parecía haberse detenido con las nieves del invierno y permanecía ajeno a todo
cuanto me rodeaba, hasta que por fin un día una dulce voz conocida me trajo de
regreso al mundo de los vivos.
—¿Dónde está? –escuché, casi como en un sueño, que
preguntaba con desesperación una voz familiar.
Me di vuelta, con el corazón palpitando en la mano, y mis
ojos de repente quedaron atrapados en la mirada esmeralda de Eugène. Por mucho
que quiera me resulta imposible describir la emoción que me embargó al ver sus
hermosos labios.
Súbitamente, sin embargo, cobré conciencia de que apenas si
había salido del hospital en los últimos meses.
Estaba desaliñado, descubrí con vergüenza, sin bañarme, olía
mal, y llevaba las mismas ropas sucias que había usado desde que mi madre se
cayera de su silla. Y así, poco a poco, se fue desvaneciendo toda la excitación
inicial que había despertado en mí la repentina aparición de Eugène.
—Vine apenas me enteré —dijo ella apretándose las manos con
nerviosismo¬. Lo siento Cary, lo siento mucho… —Y yo comprendí que no lo decía
sólo por lo de mi madre.
No sé bien porque, pero en aquel momento fue como si una
barrera se levantara entre nosotros. En sus hermosos ojos verdes, me pareció
notar, ardía culposa la llama de la pena y el remordimiento. Casi sin darme
cuenta tuve una acertada premonición de lo que habría de venir luego.
—No me llamo Cary —le dije remedando una sonrisa amarga. Los
dos veranos anteriores habían sido los mejores de toda mi vida, pero era hora
ya de aceptar que no éramos niños, y asumir por fin las responsabilidades de
nuestra nueva vida de adultos. Sin embargo las palabras brotaron de mi boca con
mayor sequedad de la que hubiera querido
—Lo sé —contestó ella, y dos misteriosas lágrimas rodaron
por sus mejillas—. Pero para mí, pase lo que pase, siempre seguirás siendo Cary
el pequeño poeta.
En aquel momento lo olvidé todo. La locura de mi madre, los
tres meses de pesadilla que había pasado, el dolor que me había provocado su
huida un año atrás, y hasta la soledad que me consumiera en las largas noches
del invierno. Teniéndola cerca de mí, estaba seguro, ya nada malo podía
pasarme.
—Tienes razón —le dije contrito—. Perdona que haya sido tan
duro, pero ya no me reconozco ni a mí mismo. A veces siento que esto es un mal
sueño y cierro los ojos deseando despertar, pero todo es en vano.
Ella asintió con la cabeza, y la tristeza bañó su blanco
rostro.
—Sé lo que se siente Cary. Créeme, nadie mejor que yo puede
saberlo… —y antes de que hubiera podido terminar de hablar la asaltó otro de
sus habituales ataques de tos.
Esta vez yo era más grande, me sentía más maduro y más
seguro de mi mismo, no necesitaba seguir copiando modelos imposibles de
películas irreales y, además, me había ya enfrentado cara a cara con la muerte,
por lo que sabía exactamente como debía actuar en una situación así. Me acerqué
despacio a ella, le acaricié con cariño la espalda, cogí su mano y, cuando
termino de toser, quise estrecharla sobre mi pecho y darle un largo beso de
reencuentro.
Ella, al principio, se relajó entre mis brazos, pero luego
en su rostro se dibujo una oscura turbación, separó sus labios de los míos y se
desprendió casi con violencia de mi abrazo.
—No Cary, no. —Dijo, y no supe dilucidar si en su voz había
una súplica, un reclamo, o un gemido de indignación—. No podemos…
Un doloroso escalofrío me recorrió la espalda, y tuve una
espantosa sensación de deja vú.
Hay miradas que dicen tanto como un beso, aprendí aquel día,
y otras que duelen más que una bofetada.
—Lo siento Cary —continuó ella retrocediendo un par de
pasos. Su rostro, pude ver, era un mar de llanto, y yo mismo, aun cuando no
entendía lo que ocurría, sentía las lágrimas a punto de desbordarme por los
párpados—. Te lo hubiera dicho antes, te lo juro, pero entonces me enteré lo de
tu madre y no supe cómo actuar. Lo siento Cary —se repitió—, lo siento mucho,
pero estoy comprometida.
Sentí como si un rayo me hubiera caído encima. Un atroz vacío
se abrió en mi pecho, y de repente todo el mundo se tornó de un lúgubre color
negro.
—No me mires así, por favor. —Siguió suplicando Eugène
mientras se alejaba aún más de mí—. No te imaginas lo mucho que me duele todo
esto. Por favor Cary, entiéndeme, no sabes cómo me siento.
Y entonces, claro está, lo entendí todo. La mierda de vida
que me había tocado en suerte; las constantes y permanentes burlas que el
destino se empeñaba en jugarme; el eterno abandono al que los hados me habían
condenado y la interminable mala suerte que nunca había dejado de perseguirme.
Y estallé, estallé con una rabia acumulada de años y años.
—¿Qué no sé cómo te sientes? —le grité tratando de ahogar el
dolor que me consumía por dentro— ¡Claro que no sé cómo te sientes! ¡Si ni siquiera
te conozco! No sos nada ni nadie Eugène, ¿me escuchas? ¡Nada! ¿Y sabes por qué?
¡Quizás porque estabas demasiado ocupada enamorándote de algún idiota mientras
yo pasaba el invierno durmiendo en la sala de espera de un hospital!
Ella me miró, con sus dos enormes ojos verdes perlados por
las lágrimas y la palidez de su rostro que la asemejaba a un espíritu. Nunca la
vi tan frágil y delicada; parecía una débil y enfermiza rosa blanca siendo
sacudida por un viento despiadado, pero aquello en lugar de tranquilizarme me
enfureció aún más.
—¿Cómo se llama él? ¡Quiero saberlo! —seguí exclamando, pero
ella se limitaba a llorare en silencio y no me respondía ni media palabra
—¡Maldita sea Eugène, al menos me merezco saber su nombre!
—Alfred —logró finalmente balbucear ella. Sus ojos se habían
desencajado por el miedo y su mano buscaba frenéticamente la manija de la
puerta—. Se llama Alfred. Pero escúchame Cary, hay algo más que quiero decirte…
—¡Cary y una mierda! ¡Cary no existe tampoco! ¿Me oyes? Fue
un sueño nomás, sólo un sueño; igual que tu. No quiero volver a verte nunca más
Eugène, lo digo en serio…
Pero ella no se movía. Parecía congelada en la habitación, y
sus labios se crispaban como si pugnaran por decirme algo que su mente se
empeñaba en guardar en secreto.
Aquello fue demasiado para mí.
—Maldita sea Eugène. ¿A qué esperas? ¿Te interesa saber lo
mucho que te odio? –le dije finalmente citando a su actriz favorita--. Te odio
de tal modo que buscaría mi perdición para destruirte conmigo.
Fue entonces cuando, por fin, se decidió a abrir la puerta y
salir de la habitación.
—Pues yo Cary –me dijo antes de irse, con la voz
entrecortada por el llanto y una tos y dolorosa—, te sigo amando como siempre,
aunque jamás puedas entenderme.
Y se marchó del hospital, dejándome sólo con mi pena, una
madre que desvariaba y el recuerdo engañoso de un amor que jamás había sido
tal.
“Siempre nos quedará Paris”, me había prometido ella una vez
a modo de consuelo, y yo –idiota de mí- hasta le creí.
No recuerdo cómo pasé la tarde. Si sé que lloré, y mucho;
que me rompí los nudillos golpeando paredes que no se doblegaban ante mi furia,
y que le prometí a Dios que algún día se las tendría que ver conmigo. Y luego,
como siempre, acabé por resignarme; después de todo, tras la tormenta siempre
llega la tensa calma de la espera.
Por suerte, o desgracia, no debí ejercitar demasiado la
paciencia, porque aquella misma noche, ironías del destino mediante, volví a
verla.
Luego de descargar mi rabia con todo aquel que se cruzara en
mi camino, había acabado por decidir que tenía que salir si o si de ese
hospital para tratar de aclarar mis ideas y, aunque no sé bien los cómos y los
por qué, lo cierto es que de repente me descubrí pisando la arena de nuestra
pequeña cala secreta.
Y allí estaba ella, sujetada quizás por la burlesca mano de
los hados, caminando también por la playa que, apenas un año atrás, nos había
visto amarnos con la pasión de los grandes amores.
Siempre he sido débil, lo sé, y quizás por eso es que no
pude evitar acercarme a su lado.
—Cary… —me saludó con tristeza. Sus ojos estaban más verdes
que nunca y las profundas ojeras que tenía traicionaban una tarde entera de
llanto. No obstante en aquel momento parecía tranquila.
—Eugène —le respondí con toda la frialdad que pude fingir—.
Qué curioso verte por aquí. Cualquiera diría que ya lo habías olvidado.
—Nunca se te ha dado muy bien el sarcasmo, Cary --dijo ella
sentándose sobre la blanca arena—. Lo tuyo siempre fue la poesía. ¿Crees que
podemos hablar dos minutos como personas civilizadas?
Enarqué una ceja en un gesto que pretendía ser entre irónico
y desconfiado.
—¿Hablar de qué?
—De todo —me contestó—. Y de nada. De ti, de mi, del por qué
de mi decisión…
Ese era el momento que llevaba toda la tarde esperando, y me
senté a su lado dispuesto a aprovecharlo.
—Bien, hablemos entonces. Estoy realmente intrigado
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Quiero saber el por qué. Quiero saber cómo saca fuerza uno
para hechizar de amor al otro y, sin previo aviso ni nada que se le parezca,
luego abandonarlo para siempre. Quiero saber la verdad.
—La verdad… La verdad podría hacerte daño, mucho daño Cary.
–Me advirtió Eugène.
Yo me reí sin gracia, e hice una mueca amarga.
—¿Más aun? —Pregunté, y entonces ella se echó a llorar de
nuevo.
—Es mi culpa, lo sé --dijo entre lágrimas, mientras me
buscaba con la mirada—. Pero créeme Cary, no fue una decisión fácil y estoy
segura de que es lo mejor para los dos. Algún día quizás lo entenderás.
Mis ojos se prendaron con los suyos y, como por parte de
magia, todo mi enojo desapareció; en su lugar, sólo quedó una tristeza
infinita.
—No es tu culpa —le dije reviviendo en mi mente las imágenes
de “Tu y yo”, el film que habíamos visto el día que nos conociéramos—. No es
culpa de nadie de hecho. O quizás sí, quizás sea culpa mía. Yo estaba mirando
hacia arriba, buscaba con mis ojos el cielo y tú estabas allí y yo, como
siempre, cometí el error de creer en lo imposible. —Lentamente me levanté de su
lado—. Pero he crecido ya, y me he dado cuenta que no existen los cuentos de
hadas. Eso te lo debo a ti Eugène, así que gracias al fin y al cabo. Ojalá nos
volvamos a ver algún día, tu sabes, quizás en otra vida.
—Cary ¿te estás escuchando? ¿estás bien? —pareció
preocuparse ella, y yo volví a odiarla por hacer esa pregunta.
—Todo lo bien que se puede estar habida cuenta de que jamás
fuiste sincera conmigo. No te preocupes Eugène, la noche siempre es más oscura
antes del amanecer.
Y fue en ese momento exacto en que lo entendí. Por mucho que
me costara debía apartarme de su lado, comenzar el duelo y rehacer mi vida; por
lo que la despedí con un beso en la mejilla y luego, con pasos lentos y
vencidos, me encaminé hacia el pueblo.
—¡Espera! —me gritó desde lejos—. ¡Cary espera! Hay algo
más, algo que llevo toda la tarde queriendo decirte.
Me volví hacia ella. Ya era demasiado tarde.
—Francamente querida —le dije usando las frases finales de
Gable en “Lo que el viento se llevó”—, me importa una mierda.
Y me marché para siempre, dejándola sola junto al mar, sus
lágrimas y sus remordimientos.
Pasé tres días más en el hospital sin saber nada de ella,
los tres días más dolorosos de mi vida, hasta que una tarde, por fin, una de
las enfermeras se me acercó con un trozo de papel en la mano.
—Es para ti —me dijo—. Lo dejó una chica rubia que tosía
demasiado.
Mentiría si dijera que mis manos no temblaban cuando
desarrugué la hoja.
“Tenías razón, no fui sincera contigo, y lo lamento mucho.”
Comenzaba diciendo la nota. “Pero, pienses lo que pienses, siempre te he amado.
Las mujeres, como dijo Marilyn una vez, en ocasiones somos egoístas,
impacientes y un poco inseguras; cometemos errores, perdemos el control y a
veces somos difíciles de lidiar, pero no por ello amamos con menos fuerza. Te
mereces un pedido de disculpas Cary; un pedido de disculpas y una explicación
¿Puedes encontrarme dentro del cine esta noche? Quizás, en realidad, lo único
que quiero es despedirte y volver a besarte antes que sea demasiado tarde.
PD: Entenderé sino vienes. Además, ya lo sabes, pase lo que
pase, siempre nos quedará Paris…”
Arrugué el papel con el puño y rompí su nota en mil pedazos.
Ella, había comprendido al fin, no era Ilsa Llund y yo, pese a que a veces me
esforzara en olvidarlo, en nada me parecía a Rick Blair. ¿Qué sentido tenía
entonces seguir torturándome con el recuerdo de un imposible?
No acudí aquella noche a la cita que me había suplicado y
hoy, tantos años después, todavía me arrepiento de haberme perdido aquel último
beso.
Al día siguiente, descubrí al despertarme el hospital era un
hervidero de gente. El tren nocturno, me dijo una de las secretarias, había
descarrilado a pocos kilómetros del pueblo, y eran muchos los heridos y aun más
los muertos.
Un oscuro presentimiento me consumió por dentro, y la culpa
me asfixió, Una vez más, al parecer, el destino me gastaba una asquerosa
jugarreta
Corrí, como un desesperado, hasta la sala de urgencias y
allí la vi, recostada sobre una camilla, con sus largos cabellos dorados
enrojecidos por la sangre y los labios pálidos, exangües. Sus ojos esmeraldas
parecían a punto de cerrarse.
—Cary —alcanzó a susurrar entrecortadamente cuando me vio—.
Sabía que podríamos despedirnos. —Una tenue sonrisa se había abierto camino por
su rostro maltrecho —Perdóname Cary, por todo…
Antes de que tuviera tiempo de decirle nada una de las
enfermeras cogió su camilla y la arrastró hacia el interior del quirófano.
Nunca más volví a verla con vida.
Lo que duele más que un adiós es una partida sin poder
siquiera decirlo. Un alejamiento en silencio, sin palabra; una despedida que no
puede culminarse. Ese duro momento en que uno comprende, con la resignación que
da el saberse atado de pies y manos, que ya jamás podrá decir aquellas últimas
palabras que quedaron pendientes.
Esa misma tarde sus padres acudieron al pueblo para
participar del funeral popular que el alcalde ofreció en honor a los
fallecidos, y fueron ellos lo que me contaron la verdad de lo sucedido.
Eugène tenía, desde niña, una rara enfermedad terminal, y
aquel último invierno los médicos le habían pronosticado que jamás lograría
cumplir los veinte.
Había estado muy enamorada de mí, o eso al menos me dijeron,
pero no podía tolerar la idea de cargarme con su pena. Y fue por ese entonces
que conoció al tal Alfred. No lo amaba, pero él era simpático con ella, la
cuidaba, la quería y estaba mucho más preparado que yo para enfrentarse a su
ausencia.
Eugène sabía, con esa lógica que jamás logró explicarme, que
yo me estaba enamorando de ella y que, de seguir por ese camino, podía llegar a
morirme si algún día me faltaba.
Según me aseguró su padre ella pensaba, ingenuamente quizás,
que sería mejor para mí la pena de una ruptura, antes que la eterna agonía de
verla consumirse hasta la muerte. Además, le había confesado a él, yo ya había
tenido demasiado cuidando a mi madre; no sería justo obligarme a velarla
también a ella.
—Te amaba demasiado –me dijo la madre con los ojos nublados
por el llanto—. Siempre decía que era afortunada por haber conocido al propio
Cary Grant. No te quería hacer sufrir.
“Pues no lo logró”, pensé para mis adentros sintiendo como
las lágrimas me nublaban la vista, “no lo logró”.
Aquel fue el momento en que comprendí, con absoluta certezam
que la vida era una jodida mierda.
—Ten —me dijo el padre alargándome un sobre cerrado—esto
estaba entre sus valijas. Es para ti.
Cogí la carta y la escondí entre mis ropas, no me sentía
capaz de leer sus últimas palabras.
Fueron muchos los que aquella tarde se despidieron de sus
seres queridos, y cuando finalmente me tocó a mí el turno de pronunciar un
epitafio sólo pude decir con vos entrecortada:
—A veces se tarda sólo un minuto en decir hola, y toda una
vida en decir adiós. —por fin comprendía la amarga realidad que había
enloquecido a mi madre—. Adiós Eugène –agregué recordando su último suspiro--,
perdóname a mí también, por todo…
Y me marché para siempre de aquel pueblo maldito que se
había devorado mi niñez. No regresé, siquiera, cuando me llegó la noticia de
que mi madre agonizaba.
Fui injusto, lo sé, pero no estuve allí cuando la
enterraron, con su ya deshilachado vestido de gala y su peinado de domingo,
junto a la tumba vacía de su amado.
Tampoco volví cuando supe que demolerían el viejo cine de mi
infancia, y no permití que me afectara la noticia del traslado de los cuerpos
de las víctimas del accidente.
Me hice grande, conocí el mundo, yací con muchas mujeres, me
labré un nombre importante y puse todos mis empeños en olvidar el estigma de mi
pasado; pero no pude. Eugène, hiciera yo lo que hiciera, se seguía apareciendo
en mis sueños.
A pesar de ello, durante muchos años no volví a pisar un
cine, y le rehuí a todas las películas, hasta que por fin hace un par de noches
la tentación fue demasiado fuerte.
En una pequeña calle polvorienta, de esas que a menudo uno
encuentra perdidas en las grandes ciudades, me topé –casi por casualidad- con
un diminuto cine similar al que yo tanto había amado, y antes de que me hubiera
dado cuenta ya había logrado colarme en su interior.
En realidad, descubrí, no se parecía en nada a la sala de mi
adolescencia, pero la película que rodaban era muy buena, y por un instante
logré olvidar mi eterna pena.
“De amor también se muere” rezaba su título, y aunque
aquello me pareció una broma de mal gusto del destino, he de reconocer que por
un par de horas volví a ser el niño que se escondía tras las butacas
desvencijadas. Llegué a sentir, incluso, que ella estaba allí a mi lado,
riéndose conmigo con las escenas más divertidas, y llorando las mismas lágrimas
antes las desventuras de los enamorados.
Aquella noche, de regreso en mi casa, me atreví por fin a
abrir la última carta que ella me había escrito. Dijera lo que dijera, pensé
erróneamente, ya nada podía lastimarme.
“¿Quieres saber Cary que es lo que siempre me ha gustado de
ti?” leí e inmediatamente las lágrimas del recuerdo acudieron prestas a mis
ojos. “Que tardaste más de una semana en atreverte a hablarme; que me miras a
los ojos y pareces querer hundirte en ellos; que improvisas poesía con cada uno
de tus movimientos; que me provocas ternura, sobre todo cuando parece más aniñado
de lo que realmente eres; que eres guapo y te parezco guapa; que me quieres
cuando nadie más se atrevió a hacerlo; que lloraste y me maldijiste cuando tuve
que abandonarte; que tus ojos dulces nunca me hacen sentir sola; que estas de
igual atrapado que yo en una vida que te es esquiva; que creíste, junto
conmigo, en la promesa de un París posible.”
Y fue entonces cuando lo entendí todo. Que éramos en
realidad dos cuerpos con una sola alma, y que desde el día en que aquel maldito
tren descarriló yo jamás había vuelto a estar completo.
Es por eso Eugène, querida mía, que hoy estoy aquí, en la
secreta cala que descubrimos aquella noche, caminando lentamente hacia el mar,
deseando que me envuelva en su abrazo sin fin.
Los cerezos están en flor, como los estuvieron hace tantos
veranos, y con cada paso que doy siento tus labios cada vez más cerca. Tengo
incluso la impresión de que he vuelto a tener quince años.
Un millón de palabras no pueden hacer que vuelvas, lo sé
porque lo he intentado. Tampoco un millón de lágrimas. Lo sé porque he llorado
hasta no poder más. Pero quizás sea yo el que tenga que ir hasta ti y tú la que
durante todos estos años me ha estado esperando.
Porque me estarás esperando ¿verdad? Ya me imagino, incluso,
tu sonrisa divertida y tus mohines de una niña que se niega a crecer. Sé que me
dirás, citando a “Desayuno con diamantes”, que una persona no puede
pertenecerle a nadie y que no dejarás que yo te enjaule, y sé también que, con
mi mejor disfraz de George Peppard, lograré convencerte de lo difícil que es no
amarte.
¿Sabes Eugène? El agua esta particularmente fría esta noche,
y en su oscuro color verde parecieran reflejarse tus ojos color esmeralda.
Tengo miedo, es cierto, pero me reconforta también la esperanza de volver a
estrecharte pronto entre mis brazos. Después de todo, como tú misma dijiste,
siempre nos quedará París nuestro París, el tuyo y el mío.