Tenía quince años en aquel entonces y era la primera vez que, ingenuo de mi, creía haber encontrado eso que desde la literatura, el cine y el arte nos quieren imponer con el llamativo nombre de "amor verdadero", sin saber en realidad que el mito de una pasión a lo Romeo y Julieta no sólo es escurridiza sino también, y aún más doloroso, fugaz cual golondrina en estación otoñal.
Ahora, contemplándolo en retrospectiva, me sonrío ante la muestra de tanta simplicidad y, en cierto punto, hasta siento compasión por ese candor adolescente que me hacía creer en la posibilidad de un amor que emulase a las más grandes pasiones de la antigüedad. Quizás lo cierto es que he crecido ya y, como tantas otras cosas, perdí mi inocencia y mis más sublimes quimeras juveniles; no consigo, por mucho que lo intente, volver a creer en clichés, ni en estereotipos trillados y, mucho menos, en promesas de pasión eterna. Sin embargo, en aquel verano de mis años mozos , gozosamente sofocado por el calor de un querer compartido, la satisfacción de una atracción mutua y el éxtasis que provocaban esas caricias tímidas e iniciáticas, la vida me parecía un inmenso campo de ilusiones y todo, verdaderamente todo, se me antojaba posible.
Luego el tiempo se encargaría de marchitar esos sueños y la realidad -ruda, cruel y despiadada como la vida misma- terminaría haciendo trizas los muros invisibles de esos castillos que, juntos como en el poema de Benedetti, habíamos erigido en los aires.
Sin embargo, y más allá de que el olvido haya arrasado como un viento huracanado con las ruinas de la memoria y el tiempo se haya ensañado con las nieblas del recuerdo, lo cierto es que guardo un especial cariño hacia aquel estío, dulce estación veraniega en que yo jugaba a ser Tristán y ella, enigmática y silenciosa, se disfrazaba de Isolda, deleitándose con las armas que los dioses han concedido a las mujeres para perdición nuestra y regocijo del mundo entero.
Fue un verano caluroso, o por lo menos eso creo recordar, de días -y noches- en la playa, de descubrimientos y sorpresas, de cremas y pieles enrojecidas, de excesos sin límites, de libertades y, por sobre todas las cosas, de promesas que jamás habrían de cumplirse. Fueron los meses más violentos, ardorosos, salvajes y dolorosos de mi vida. Fue la estación florida que habría de asistir a la metamorfosis de un niño que dejaba de ser tal y, por esos azares que tiene el destino y esas tretas que nos gastan los hados, cruzaba los umbrales de la adultez.
Ella era más grande y estoy seguro que secretamente, muy dentro de su interior, sospechaba lo que habría de ocurrir; yo sin embargo, inmerso como estaba en un paroxismo de emociones, placeres y hedonismos recién revelados, apenas si podía imaginar la decisión que lentamente se gestaba en su mente. No sabía aún que la providencia juega con naipes marcados y que a la fatalidad nadie le ha podido ganar.
Todo termina; bien o mal todo acaba por concluir, e incluso el amor más encendido puede apagarse en lo que dura un suspiro de melancolía. Si hasta Roma habría de ser derrumbada y hoy, como dijo alguna vez Quevedo "Yace donde reinaba el Palatino; y limadas del tiempo, las medallas más se muestran destrozo a las batallas de las edades que blasón latino", ¿Como no habría entonces de concluirse un amor condenado desde el principio?
De un día para otro, sin previo aviso, ni posibilidad de discusión ella decidió abandonarme, escaparse, huir no sólo de mi sino también de aquella playa, de la ciudad cercana, del mismo país en el que habitábamos, emprendiendo un nuevo rumbo en la persecución de sus sueños, de aquellas nuevas metas que había sabido inventarse sin mí, sin nosotros, sin nada que recordase aquel verano. Todos, cual D'Artagnan, hemos tenido alguna vez una Milady que, tras enloquecernos la razón, nos abandona en las ruinas temblorosas de nuestras propios ilusiones.
No recuerdo si lloré o no; tal vez si, de seguro alguna lágrima fugaz debe haber empañados mis mejillas. Sé, eso si, que pese a haberle suplicado más de una vez que reconsiderase su elección el día de su partida -el corazón sangrante, el alma fría, el orgullo herido- no quise discutir, asentí antes su razones como si de veras creyera las mentiras con que ella me regalaba y quizás de hecho las creí porque, al fin y al cabo, la verdad era demasiado difícil de digerir.
Fueron los segundos más lentos y dolorosos de mi vida, de eso estoy seguro. Hasta el último instante mi mente se aferró a la esperanza sin sentido de que, por una vez en mi existencia, me tocara jugar el papel de Ulises y no el de Penélope.
Sé también que luego, cuando finalmente perdida ya toda ilusión la vi alejarse por la estrecha cinta del asfalto hacia el incierto horizonte, no corrí tras sus pasos, no grité sus nombre ni invoque su presencia, no la maldije ni la ofendí con el nombre de Dama de las Camelias, no le declaré mi "odio eterno" pese a los consejos de Serrano. No hice ningunas de esas cosas con que los amantes despechados nos obsequian en la pantalla de un cine, las páginas de un libro o el escenario de un teatro. Me mantuve inmóvil, silencioso, sin mover siquiera una mano en ademán de saludo; no hice ni dije nada de lo que hubiera querido decir o hacer y luego, durante mucho tiempo, tendría sobradas oportunidades de arrepentirme.
De todos modos lo cierto es que me quedé solo; solo con el mar, las olas, el viento entre los riscos, un verano que agonizaba bajo un cielo que sangraba atardeceres y un otoño que se avecinaba tan melancólico y triste como gris y lluvioso, sintiendo la misma angustia de los amores no correspondidos que una vez, hacia ya tantos años, había carcomido el alma del pobre Dante.
Durante mucho tiempo pensé en ella -¿Por qué negarlo?, en nosotros, en todo lo que podía haber sido y al final no fue, deteniéndome siempre -con esa insana obsesión de los masoquistas- no en el recuerdo de los besos dados sino en el de aquellos que nos habíamos negado, de las caricias que perdiéramos, de las tardes de pasión olvidadas.
Sin embargo el tiempo todo lo cura, hasta el mal de amores cura y, poco a poco, a lo largo de los seis años que pasaron desde entonces fui comprendiendo que, pese a lo mucho que lo había deseado, jamás habíamos sido París y Helena, ni Rudolf y Flavia, ni Bussy y la dama de Monsoreau y, mucho menos, Romeo y Julieta; o quizás sí, quizás verdaderamente nos habíamos asemejado a ellos y compartíamos el destino trágico que había ensangrentado sus amores.
Sea como sea lo cierto es que conseguí olvidarla, volver a enamorarme, volver a perderlo todo y así en un círculo vicioso que es tan eterno como la vida misma, hasta que por fin los hados volvieron a castigarme con una de sus jugarretas.
Caminaba rumbo a la oficina cuando, casi por casualidad, la vi a ella -semejante a una diosa de la antigüedad- cruzando la calle opuesta. Seguía tan hermosa como siempre, su sonrisa era igual de triste que en la despedida de aquel entonces y sus ojos guardaban el brillo que una vez había sabido deslumbrarme.
La observé de lejos, me saludó con un ademán de la mano, la saludé también yo; hizo ademán de acercarse y yo, decidido por una vez en la vida, apresuré el paso y me alejé con movimientos raudos. Ella se quedó parada mirándome extrañada, como si no comprendiese mi súbito desconocimiento y yo, mientras me perdía en las brumas grises de la tarde, descubrí que me alegraba de que me hubiera dejado abandonado aquel verano de hacia ya tantos años...