lunes, 24 de septiembre de 2012

El último film 2/4


Pasé la noche entera sin poder dormir y al día siguiente, cuando por fin llegó la hora que tanto esperaba, el corazón me dio un vuelco. Ella no estaba en la sala del cine, y yo, ingenuo de mí, no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscarla. Una vez más, el destino me mostraba su lado más amargo.
Me senté a ver la película, más por costumbre que por otra cosa, y estoy seguro que la derrota se leía en mis ojos. A decir verdad, ni siquiera recuerdo que film era aquel, y es que mi mente no lograba concentrarse en la proyección. Me maldecía a mi mismo por no haber logrado obtener de ella más que su nombre, y repetía en mi interior una y otra vez la conversación que habíamos tenido la tarde anterior tratando, en vano, de descubrir que podía haber dicho para espantarla.
—He caído en la cuenta —me susurró de repente una voz conocida detrás del oído— que tu no me has dicho tu nombre…
Debí hacer un verdadero esfuerzo por no saltar de alegría y, al mismo tiempo, fue tal la emoción que me invadió que no pude musitar ni media palabra.
—Tu nombre —insistió Eugène—. Debes tener uno ¿verdad? Todos tienen un nombre.
—Cary —respondí por fin yo, tratando de fingir una relajada indiferencia que no sentía en absoluto.
—¿Cary? Cary es un nombre absurdo —se rió ella por lo bajo—, a no ser que te apellides Grant. Vamos, en serio, ¿Cuál es tu nombre?
—¿Y eso que importa? Cary suena bien—. Su mera presencia había erradicado todos mis miedos como por arte de magia y ahora, recuerdo que pensé en aquel momento, me podía permitirme el lujo de jugar la baza del misterio. Lo único que lamentaba era no tener un puro o un cigarro con el que improvisar el decir lacónico de los galanes a los que yo tanto admiraba.
—Tienes razón —contestó tras tomarse unos instantes para meditarlo—. Cary y Eugène… si hasta parece sacado de una de esas filminas que cuelgan de la pared…
No pudo seguir hablando. El cine, como siempre, estaba casi vacío, pero los pocos espectadores que nos rodeaban comenzaron a murmurar fastidiados. Nuestro cuchicheo, al parecer, era imperdonable en una sala de aquellas dimensiones, y desde su ubicación detrás del proyector mi amigo el encargado nos rechistó para que nos calláramos.
—¡Uy! —Se rió Eugène— ¿Tú crees que se atrevan a echarnos si...? —Un repentino acceso de tos la dejó sin aliento e impidió que terminara la frase—. ¡Dios Santo!—masculló cuando recuperó el aliento―. Lo siento Cary, pero debo irme ¿Mañana aquí de nuevo? —Me quise dar vuelta para contestarle pero antes de que pudiera hacer nada ella ya había desaparecido por el pasillo.
—Que a una chica le gusten las mismas cosas raras que a ti —me dijo el proyeccionista cuando terminó la función— no significa que sea tu alma gemela. —Pero yo era joven, romántico y creía en los amores eternos, por lo que ni siquiera me tomé el trabajo de escucharlo.
De cualquier forma, y pese a su fúnebre presagio, aquel fue un buen verano. Eugène y yo nos seguimos encontrando las tardes siguientes, nos reímos con las mismas películas, lloramos el desamor de nuestros actores favoritos e hicimos enfurecer a mi amigo el encargado del cine. A veces, incluso, ella se quedaba conmigo luego de la función y así, poco a poco, fui conociendo más acerca de su vida.
Tenía quince años en ese entonces, la sonrisa presta y los pulmones frágiles. Tosía mucho y con fuerza, casi como si su pecho quisiera escaparse de su boca. El médico, me enteré luego, tras hacerle muchos análisis había meneado la cabeza con tristeza y les recomendó a sus padres, con la desesperación del que lanza manotazos de ahogado, que la llevaran a pasar algunos días en la playa, para que el aire marino la fortaleciera.
Eugène, sin embargo, aborrecía la arena y el agua del mar, y en cuanto podía se escapaba del sol, las multitudes y el calor para a refugiarse junto conmigo entre las butacas de aquel cine que ya nadie visitaba.
Aprendí también que su mente estaba tan llena de sueños como la mía y lentamente, a medida que transcurrían los días, fuimos acostumbrándonos el uno al otro a nuestra mutua compañía.
Una tarde, luego de ver juntos “Vacaciones en Roma”, me sentí particularmente inspirado, le cogí la mano, y mientras sostenía que la belleza de Audrey Hepburn palidecía en su comparación, le confesé que a veces tenía miedo de ahogarme en sus esmeraldas ojos de mar.
—Vaya —se burló ella— de todos los hombres que hay en este pueblo tenía que tocarme un pequeño poeta—. Pero en el fondo parecía complacida y durante toda la tarde no me soltó la mano. Dese entonces, y para siempre, fui Gary el pequeño poeta…
Aunque, en realidad, “siempre” es demasiado tiempo, sobre todo para dos niños que juegan a descubrir el amor.
El cielo estaba plomizo y gris la tarde en que ella me anunció que debía marcharse. En el viejo proyector se enredaba la cinta de “Casablanca”, y mientras en la pantalla las hélices de un avión anunciaban su partida Eugène me acarició con cariño la mejilla.
—¿Volveremos a vernos? —Le pregunté, mientras luchaba en silencio contra las lágrimas que pugnaban por brotar de mis párpados. Unas semanas atrás, me di cuenta desolado, ni siquiera la conocía, y ahora se me antojaba imposible el pasar todo un año alejado de su sonrisa nacarada.
—Quién sabe —contestó ella, enigmática, delineando con sus dedos la silueta de mi pómulo— todo es posible…
Era joven aquel verano, y no había aprendido todavía que todo cuanto hacen las mujeres siempre obedece a un principio desconocido, por lo que me permití interpretar esa caricia como una invitación a algo más, y copiando aquella sonrisa de los galanes de la pantalla le dije:
—Esperaré entonces. –Incluso en mis propios oídos las palabras sonaron demasiado trémulas.
—¿A qué?
—A que te enamores de mí…
Los ojos verdes de Eugène ardieron divertidos, cautivando con su brillo a los míos.
—Si es así, mi pequeño poeta, no creo que tengas que esperar demasiado. —Y en el silencio que siguió ambos nos devoramos con la mirada.
Si, fueron miles los primeros besos que nos dimos contemplándonos sin que ninguno se atreviera a decir ni una palabra, y cada una de esas miradas guarda un lugar especial en mi corazón. Sin embargo, el verdadero momento sublime de aquella tarde fue cuando por fin, con la perfección acompasada de una orquesta, mi boca se movió al encuentro de la suya y sus labios color cereza sangraron dentro los míos.
No sé bien cuanto duró aquel beso, pero en aquel momento –lo juro- se me antojó eterno.
Hoy, muchos años después, creo recordar que el reflector aún no había emitido los últimos créditos de la película cuando ella, insondable como siempre, se levantó en silencio y huyó sin volver la vista atrás, dejándome sólo y abandonado en un cine que sangraba la despedida de los amantes de Casablanca.
Cuando una chica te besa y escapa siempre se lleva consigo algo de ti, y aquella tarde -debo reconocerlo- derramé unas cuantas lágrimas…

jueves, 6 de septiembre de 2012

El último film 1/4


El último film


El primer beso de un hombre, creo recordar que dijo alguien alguna vez, no se da con los labios sino con los ojos, y la nostalgia de aquel momento dura toda una vida. El mío, por supuesto, no fue la excepción.
Han pasado ya muchos años desde aquel entonces. Eternos inviernos que devoraron para siempre la promesa de nuestros labios buscándose en un estío lejano. Oscuros e interminables años que consumieron la memoria de un verano donde mi piel conoció a la suya. Decenas de cuerpos sudorosos de otras mujeres que asesinaron en mi mente el recuerdo de su sonrisa. Y sin embargo, en las largas horas de vela que atormentan mis noches, es siempre ella la que acude a mi memoria.
Estoy viejo; viejo, cansado y vencido por una existencia que me ha sido esquiva. Se escurre, como agua entre los dedos, la arena de mi vida, y junto con ella se pierden también los sueños de mi malograda juventud. Pero pese a ello, y por mucho que lo intente, no consigo olvidar el recuerdo de aquel par de ojos esmeralda sellando mi destino.
En cierto modo, podría decir -emulando a Humphrey Bogart- que nací cuando ella me besó, viví el tiempo que me amó y morí el día que me abandonó.
Tenía quince años en aquel entonces, un incierto futuro en blanco por delante y una pasión culposa de esas que nos avergonzamos en confesar. La mía, a diferencia de otras, a nadie le hacía mal, pero no por ello resultaba menos pecaminosa. Todas las tardes, a la salida de la escuela y cuando creía que nadie me veía, me introducía a hurtadillas en un pequeño cine que casi siempre estaba medio vacío, y mataba las horas contemplando los amores, en blanco y negro, de aquellas personas con las que soñaba parecerme algún día.
Vivía con mi madre en una pequeña aldea que besaba la costa. Mi padre había muerto, mucho antes incluso de mi nacimiento, y la única figura paterna que yo reconocía eran los galanes de películas como “Con faldas y a lo loco”.
—Pasas demasiado tiempo en ese cine ¬—me reprendía mi madre en los escasos momentos en que se percataba de mi existencia—. Si tan sólo tu padre siguiera vivo…
Pero no lo estaba; una tormenta había hundido su barco, y en el pequeño cementerio que se alzaba sobre la única colina del pueblo, una lápida gastada y un féretro vacío eran todo cuanto quedaba de su memoria.
En aquel momento, y aunque eso no sirva de excusa, yo era muy pequeño; desconocía el dolor de las pérdidas, y no podía entender porque mi madre malgastaba sus días, y con ellos los mejores años de su juventud, sentada bajo el alféizar de la ventana, aguardando -con su mejor vestido de gala y un peinado de domingo- a que regresara alguien que jamás podría retornar.
Era aquella, de algún modo, una imagen entre dolorosa y grotesca, que lastimaba mis sueños infantiles y marchitaba la visión gloriosa que yo tenía del mundo, del amor y de las esperas. Por esto quizás, con el cruel e ingenuo raciocinio propio de esos pocos años, había preferido huir a cualquier otro sitio, antes que pasar las tardes llorando la ausencia de alguien a quien jamás había conocido.
Y fue, justamente, en una de mis tantas horas de fugitivo sin esperanzas que descubrí -casi por casualidad- la existencia de una pequeña puerta trasera, al fondo del oscuro callejón donde vivíamos, que me permitía colarme -con el silencio cómplice del encargado- entre las butacas de un cine antiguo y marchito cuyas cortinas, saltaba a la vista, suspiraban por años mejores.
Allí pasaba yo mis tardes, sentado sobre un asiento herrumbrado que rechinaba al inclinarme. Y mientras mi madre asesinaba las suyas tratando, en vano, de revivir el mito de Penélope, yo soñaba, amaba, maldecía, viajaba y crecía hipnotizado por el sereno influjo de una pantalla en blanco y negro.
Y fue allí también donde la conocí a ella, para eterna perdición de mi alma, y ya nada volvió a ser lo mismo.
Era el mío un pueblo con mar, como canta Sabina, y verano tras verano sus polvorientas calles se poblaban de turistas que venían a vacacionar desde la gran ciudad.
Durante el invierno sólo el viento, el polvo y el rugido de las olas empañaban la tranquilidad de la aldea; pero cuando llegaba el estío las playas se colmaban, los bares se abarrotaban de obesos y tristes oficinistas y la paz del villorrio se alteraba con los gritos de las madres que peleaban con sus hijos. Por las noches la ciudad se engalanaba con sus mejores atuendos, el pequeño tren que nos ataba a la civilización duplicaba sus horarios, y todo era fiesta hasta que los primeros fríos del otoño amenazaban con su presencia.
Yo, por lo general, escondido como estaba siempre en aquel cine de puertas estrechas y pantalla descascarada, solía permanecer ajeno al bullicio que traía consigo la estación del sol; pero aquel verano de mis jóvenes quince años mi vida iba a dar un vuelco que jamás hubiera imaginado.
La vi, por primera vez, durante una proyección de “Tú y yo”. Y mientras Cary Grant y Deborah Kerr se comprometían a encontrarse en el Empire State, comprendí –con el fatalismo del propio Edipo- que la madeja de mi destino quedaba sujeta para siempre a los dulces caprichos de aquella muchacha.
Ella era hermosa, o al menos así me lo pareció a mí. Rubia, delicada y frágil como las primeras nieves del invierno, con una tez blanca que resaltaba el esmeralda profundo de sus ojos de mar. Su belleza de rasgos clásicos nada tenía que envidiar a la propia Marilyn Monroe, y cada vez que inclinaba la cabeza agitando los cabellos yo sentía que se me entrecortaba la respiración.
Tardé mucho tiempo en coger el valor suficiente para hablarle, demasiado quizás, y tengo que reconocer, aunque me avergüence el confesarlo, que aquella fue la primera de muchas tardes que compartimos en un impenetrable silencio.
Durante los días siguientes apenas si presté atención a la pantalla del cine. Y es que, aunque no lo quisiera, a cada instante mi mirada se perdía en los infinitos recovecos de la suya, se deslumbraba con sus más nimios ademanes y luego, con la cobardía que siempre me ha caracterizado, huía apresurada cuando la muchacha hacía ademán de corresponderla.
Era hermosa, pero eso lo he dicho ya, y parecía ejercer un extraño influjo sobre mí. Su sonrisa, hubiera dicho un aedo antiguo, resplandecía más que el carro del mismo Helios, y la promesa del estío parecía arder en sus dientes nacarados.
Aún hoy, tantos años después, cada vez que rememoro su imagen mis ojos se pierden con una expresión ensoñadora y luego, haga lo que haga, no encuentro la forma de arrancarla de mi pensamiento. En aquel momento, si mal no recuerdo, hasta llegué a sospechar que esa muchacha era en realidad la reencarnación de la propia Circe, y que me había embrujado la razón con un poderoso conjuro.
Cuando por fin me atreví a hablarle el viejo proyector del cine rodaba, por enésima vez, “La tentación vive arriba”, pero ni siquiera el revuelo de faldas de Marilyn logró distraerme del propósito que durante días había estado madurando.
—¿Sabes? —le dije acercándome despacio a ella, y aprovechando que en aquel momento se enjugaba un par de lágrimas de la mejilla —eres la primera persona a la que veo llorar con esta película…
—Y tú —me dijo ella sin apartar la vista de la pantalla— eres la primera persona que tarda más de una semana en atreverse a iniciar una conversación.
Me quedé helado, y todo el discurso que llevaba días preparando feneció sin haber nacido.
—Vamos —Insistió ella, riéndose del miedo que atenazaba mi garganta—. ¿Un chico como tú que pasa tantas horas en el cine se queda sin palabras ante el primer desplante de una dama?
—En mi defensa —dije yo, consiguiendo finalmente articular palabra—debo decir que no eres una dama cualquiera…
Por un instante en sus dientes de marfil brilló la sombra de una sonrisa.
—Supongo que esperas que me sienta halagada. Pero estoy segura que si lo intentas con más ahínco hasta puede que te salga mejor.
Me reí con ella.
—No existe una segunda oportunidad de causar una buena impresión.
—Pareces muy convencido de ello. ¿Si tú mismo te rindes antes de empezar como te las ingeniarás para no salir derrotado?
En circunstancias como aquella, todos lo saben, lo mejor que puede hacer un hombre es encogerse los hombros con un ademán de dolida resignación
—Me has derrotado desde el primer día que cruzaste esa puerta —contesté jugando a la estrella de Hollywood—. ¿Qué defensa puede oponer alguien como yo ante semejante despliegue de artillería?
Ella aplaudió sinceramente alborozada.
—¡Bravo! —Me felicitó—. Por un instante hasta te has parecido a Clark Gable…
—¿Y tú eres Carole Lombard? —contesté yo, aliviado con el rumbo que tomaba la conversación. Si el tema era el cine, yo era capaz de pasar toda la noche entera discutiendo.
—Ellos tuvieron un final trágico, ¿No te da miedo saberlo?
Si pensaba que me podía amilanar tan fácilmente no sabía con quien estaba tratando.
—También lo tuvieron Píramo y Tisbe, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta…
—Vaya—se sorprendió—un chico ilustrado además. Lástima grande que no te atrevieras a hablarme antes, hubiéramos podido charlar de tantas cosas… ¿Sabes? Tengo que irme, me están esperando, pero volveremos a vernos, ¿Verdad? —Y mientras hablaba, se levantó de la butaca, juntó su pequeño bolso y me dio un ligero beso en la mejilla que me dejo sin respiración.
—¡No me has dicho cómo te llamas! —alcancé a gritarle antes de que su silueta se perdiera tras la puerta, cuando por fin recuperé el sentido.
—Tampoco me lo has preguntado —se rió ella con un gesto de coquetería--. Eugène, me llamo Eugène. —Y su nombre me trajo lejanas reminiscencias del río Siena y la Torre Eiffel...